viernes, 6 de abril de 2012

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CUARTA PALABRA

“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”


Era ya la hora de nona, es decir, las tres de la tarde. Jesús lleva tres horas elevado en la Cruz. Las cuatro últimas palabras van a ser pronunciadas en brevísimo espacio de tiempo. Y llegamos a la cuarta palabra, la más dolorosa, la más desgarrada. Jesús se queja: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" El Hijo de Dios gime como una pobre criatura humana desvalida. Son las primeras palabras del salmo 21. Es muy probable que Jesús continuara recitando todos los demás versículos de este salmo. Ese salmo, varios centenares de años anterior a la escena del Calvario, nos lo describe con tales circunstancias y detalles, que se diría que el autor había estado ya allí la tarde del viernes santo. Es como una película filmada varios siglos antes de la escena. Oíd: "Todos los que pasan delante de mí se burlan, hacen muecas, mueven la cabeza y dicen: Él ha dicho que Dios le ama, pues que venga ahora Dios a salvarle. Soy un gusano de la tierra, la basura de la plebe. Todos me desprecian. Abren sus bocas contra mí como leones rugientes. Tengo sed; la lengua se me pega al paladar y me dan a beber hiel y vinagre. Han taladrado mis manos y mis pies y se pueden contar todos mis huesos. Se han repartido mis vestidos y echan a suertes mi túnica."

Era una proclamación de su misión divina, de su mesianismo. Era decir a los ciegos del Calvario: "Vosotros que leéis las Escrituras, vosotros que creéis en los Profetas, ¿no os dais cuenta de que esos profetas hablaron de mí desde la lejanía de los tiempos? ¿No os dais cuenta de que soy yo el anunciado, el vaticinado? ¿No os dais cuenta de que soy yo el que sostuvo la fe y la esperanza de las generaciones?
Y así la cuarta palabra tiene más bien un sentido triunfal y demostrativo.

Pero esa palabra, hermanos míos, es al mismo tiempo una lamentación y una queja: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". Jesús es el gran abandonado. Lo han abandonado sus discípulos cobardes. Todos huyeron amedrentados como pasa en la noche, como el rebaño cuando es herido el pastor y es atacado por los lobos. Algunos lo siguieron de lejos para ver en qué paraba todo aquello. Pero uno soltó la sabana en que iba envuelto y huyó a refugiarse en las tinieblas de la noche. Otro negó conocerle, asustado por la pregunta de una portera. Otro lo había vendido por treinta monedas, y todavía sentía Él en su rostro el beso asqueroso con que lo había entregado, aquel beso más repugnante que todos los salivazos de los soldados, aquel beso que tenía la frialdad escalofriante de una boca de culebra. Lo había abandonado su pueblo. El tribunal supremo lo había entregado, acusándole a la justicia de Roma. Lo había abandonado Roma. Con frialdad había dicho el procónsul, proclamando su inocencia, negándole la protección de las leyes: Allá vosotros con la sangre de este justo. Lo habían abandonado los que le debían tantos favores: los enfermos y los resucitados. ¿Dónde estaban ahora Lázaro y Jairo, y la viuda de Naim, y el leproso de la piscina y el ciego de nacimiento? Allí no quedaban más que enemigos. A lo lejos la compasión inútil de unas mujeres que lloraban, y cerca, muy cerca, una pena más: su pobre madre. Allí está Él, suspendido en el aire, entre la tierra que lo rechaza y el cielo que se cubre de tinieblas para que no lo vea.

Pero lo más terrible es que el Crucificado se queja de que no sólo lo han abandonado los hombres, sino que Dios mismo lo ha abandonado: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Qué significa ese grito de Cristo? Santo Tomás dice que Cristo se queja para que no podamos dudar de su dolor, para que nadie pueda pensar que la tragedia del Calvario fue una farsa, una fantasmagoría, un truco de prestidigitación, una representación teatral, como pensaron algunos herejes escandalizados de que Dios pudiera sufrir; o que fuera mera apariencia de dolor, como dirían los docetas: por eso se queja como una pobre y desvalida criatura humana. Es el grito de la naturaleza humana unido realmente a la persona divina. En las tres primeras palabras Cristo ha hablado como Hijo de Dios. En la primera ha gritado: "Padre", porque es Dios su Padre natural y Él el hijo natural de Dios. En la segunda han actuado sus poderes divinos concediendo el perdón y prometiendo el paraíso a un salteador de caminos. En la tercera ha instituido a una pobre mujer como madre del género humano. Ahora, en la cuarta palabra, ya no dice: Padre, sino "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" Y ese grito que estremeció el Calvario taladra los siglos y llega hasta nosotros para decirnos cuán real, cuán efectivo, cuán tremendo fue el dolor de Aquel que, si como Dios no podía padecer, sí podía padecer en la naturaleza humana que había hecho suya.

¿Por qué me has abandonado? ¿Pero es que Dios abandonó a su Unigénito? Claro que sí. Porque, si Dios no lo hubiera abandonado, la mano de Poncio Pilato se hubiera secado al firmar la sentencia de muerte y se hubieran secado las manos de los verdugos que lo abofetearon y lo flagelaron; se hubieran paralizado las lenguas que lo injuriaron y las bocas que lo escupieron; hubieran cegado los ojos que lo miraron con odio. Si Dios no lo hubiera abandonado, legiones de ángeles con espadas desnudas lo hubieran arrancado del poder de los verdugos. Si Dios no lo hubiera abandonado, ni el dolor ni la muerte hubieran podido acercarse .a Él.

¿Y por qué abandona Dios a su Hijo en poder del dolor y la muerte? Hay una palabra que lo explica todo, que es la raz6n de este abandono. Y esa palabra es "el pecado". Y tú te ríes y dices con el necio de la Escritura: "Peccavi, et quid mihi accidit?" -pequé y ¿qué mal me ha venido por ello?- ¿A quién hago yo daño pecando? Supongamos el pecado más secreto, más solitario, más personal. Supongamos esos pecados que convierten -muchacho, muchacha- vuestras relaciones que debían ser algo claro, limpio y luminoso... en eso, en eso tan turbio, tan indigno. Un pecado de lujuria. No has hecho daño a los demás hombres. Sí, también has hecho daño a los demás, porque todo repercute en todos. Pero dejemos ahora eso. Y lo dices tú, cristiano, que sabes que has perdido la gracia santificante, has perdido ese don de Dios, has matado en ti la vida divina, esa vida que estaba vitalizando, divinizando tu alma, esa vida que merece y vale más que la vida del cuerpo, más que todo el mundo, más que todos los hombres, más que todos los ángeles, y dices: "¿Qué mal hice pecando?" Te has separado de la fuente de la vida, te has puesto en estado de condenación, en camino del infierno de una manera irreparable, porque de esa situación no puedes librarte si Dios no viene en tu busca, y dices "¿Qué daño hice pecando?" Pero si todo esto no te convence, sube esta tarde al Calvario; mira a ese Crucificado, mira a esa Virgen Dolorosa, míralos bien, oye ese grito desgarrado: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? y atrévete a decir después: ¿qué mal hice pecando? Has hecho eso. Dios ha abandonado a su Hijo y su Hijo grita: "Dios mío, Dios mío..." Oye ese grito que te dice a ti: "¿Por qué me has abandonado?" Habrá venido tu Dios, el Dios en quien crees o en quien dices creer, habrá venido a la tierra, habrá tomado nuestra naturaleza, hablado nuestra lengua, curado nuestros enfermos, resucitado nuestros muertos, se habrá dejado traicionar, poner preso, se habrá dejado desnudar en una plaza pública entre ladrones, atar a una columna para ser azotado, clavar en una cruz por el pecado y tendrás tú derecho a decir todavía ¿qué mal hice pecando?

Y Dios abandonó a su Hijo a todas esas ignominias y dolores, porque tú pecaste, yo peco y nosotros pecamos. Y Dios amaba a su Hijo como sólo Dios puede amar, y amándolo así levantó esa cruz para Él. Lo amó antes de la encarnación, lo amó hecho hombre. Y Dios es justicia. No se habla bien cuando se dice que fueron la ira, la cólera divina, las que levantaron la cruz, porque la ira y la cólera son pasiones que perturban la serenidad del juicio. Y Dios no se apasiona. No se habla bien cuando se dice que la cruz fue la venganza de Dios. No. Hablando propiamente, Dios no se venga. No existe en Él esa pasión que nos arrastra a exigir compensaciones excesivas. No. La cruz no fue venganza; fue justicia, justicia equilibrada. Y todavía me atrevo a decir que la cruz no fuera ni siquiera eso, ni siquiera justicia, porque si a Cristo se le hubiese exigido que padeciese todo el dolor que merecían todos los pecados de los hombres, hubiera tenido que padecer todos los tormentos eternos de todos los condenados. No, en ese sentido no fue justicia la cruz. Fue justicia no por el dolor padecido, sino por ser el Hijo de Dios quien lo padeció, y por el amor sumiso con que padeció el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. No. No digas: "He pecado y ¿qué daño hice?". No lo digas después de haber crucificado a Cristo.

Santo Cristo de la cuarta palabra, santo Cristo del abandono, no nos abandones para que no te abandonemos. Y si todavía te abandonamos, santo Cristo del abandono, ten todavía misericordia de nosotros.

 SERAFÍN PRADO SÁENZ - Sermón de las siete palabras - 1960


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