miércoles, 1 de octubre de 2014

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De la mano de San Agustín

Lc 9,57-62  Disuade a quien desea seguirle y atrae a quien se negaba a ello

Por esto mismo, según se puede desprender de sus palabras, el Señor disuadió de ser su discípulo a cierto hombre orgulloso que de buen grado quería seguirle. Señor —dice— te seguiré adondequiera que vayas. Y el Señor, viendo lo invisible de su corazón, le dice: Las raposas tienen guaridas y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar su cabeza (Lc 9,57-58). Esto es: Hay en ti dobleces cual raposas; existe en ti la soberbia cual aves del cielo. Mas el Hijo del hombre, que es sencillo contra la doblez y humilde contra el orgullo, no tiene dónde reclinar su cabeza. Incluso el mismo reclinar la cabeza, en vez de elevarla, es magisterio de humildad. Disuade al que desea seguirle y convence al que lo rehusaba.

Efectivamente, según el mismo pasaje, el Señor dice a otro: Sígueme. Y él: Te seguiré, Señor, pero permíteme ir antes a dar sepultura a mi padre (Lc 9,59). Buscó ciertamente una excusa en el amor filial y, por ello, se hizo más digno de que tal excusa fuese rechazada y se mantuviese con mayor firmeza la llamada. Lo que quería hacer era un gesto de amor filial, pero el Maestro le enseñó lo que debía anteponer. Quería que fuera predicador de la palabra viva para hacer a quienes habían de vivir. Para cumplir con aquel deber necesario quedaban otros. Deja —dice—  (Lc 9, 60). Cuando los infieles dan sepultura a un cadáver, son muertos que sepultan a un muerto. El cuerpo de este perdió el alma; el alma de aquellos perdió a Dios. Como el alma es la vida del cuerpo, así Díos es la vida del alma. Como expira el cuerpo cuando espira al alma, así expira el alma cuando pierde a Dios. Si se pierde a Dios, muere el alma; si se espira al alma, muerte del cuerpo. La muerte del cuerpo es de necesidad; la del alma depende de la voluntad.
Sermón 62,2.

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