martes, 21 de octubre de 2014

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De la mano de San Agustín

Lc 12, 13-21 Da a quien te pide para poder recibir tú

Vuestra santidad, hermanos amadísimos, ha advertido y, según creo, ha considerado con la máxima atención de la mente la opulencia del rico y la indigencia del mendigo; el primero, abundando en alimentos, y el segundo, desfalleciendo de hambre. Los dos eran ciertamente hombres, hombres de carne y mortales, pero no eran iguales. La naturaleza era la misma, pero el modo de vida no. Ninguno de ellos está libre de la condición mortal, y, sin embargo, uno banquetea espléndidamente y el otro aparece todo asqueroso, envuelto en andrajos y miseria. Aquél se deleitaba con exquisitos alimentos, fruto de la inventiva de sus cocineros; éste se hallaba a la espera de que cayesen migas de su mesa. 

Escuchen ahora los ricos que no quieren ser misericordiosos. Escuchen lo siguiente: todos nacemos con una misma condición, vivimos bajo una misma luz, respiramos un mismo aire y nos agotamos con una misma muerte, que, si no se metiese por medio, ni siquiera el pobre subsistiría. Este Lázaro, que yacía cubierto de llagas y desnudo, es llevado en manos de ángeles al seno de Abrahán. Más he aquí que el rico bien alimentado y resplandeciente es encerrado en la cárcel de los infiernos. ¿Dónde está aquel vestir de púrpura? ¿Dónde la vida que rebosaba y nadaba en toda opulencia? Ante la muerte, ¿no pasa todo como una sombra? Nada hemos traído a este mundo, dice el Apóstol, y nada podremos llevarnos de él (1 Tim 6,7). Nada llevamos o arrebatamos con nosotros. Si pudiéramos llevarnos algo, ¿no devoraríamos a los hombres vivos? ¿De dónde se origina tal avidez en el desear, si hasta las mismas bestias guardan cierta mesura? No hacen presa más que cuando sienten hambre, pero se desentienden de aquélla cuando han satisfecho ésta. Sólo la avaricia de los ricos es insaciable. Siempre está acaparando y nunca se sacia; ni teme a Dios ni siente respeto humano; ni perdona al padre ni reconoce a la madre; ni obedece al hermano ni guarda fidelidad al amigo; oprime a la viuda y se apodera de los bienes del huérfano; vuelve a llamar a los libertos a su servicio y profiere falso testimonio. Asalta los bienes del difunto, como si no fueran a morir los mismos que lo hacen. ¿Qué es esta locura de las almas: perder la vida y desear la muerte, adquirir oro y perder el cielo? Como nadie piensa en Dios, el juicio está reservado para la muerte.

Con razón se dijo al rico: Porque recibiste bienes en tu vida y Lázaro, a su vez, males; por eso aquí es consolado, tú, al contrario, padeces. Escuchen esto los ricos que no quieren ser misericordiosos. Escuchen qué suplicios sobrevienen a quienes no quieren otorgar favores. Escuchen cómo el pobre es quien refresca y cómo el rico se abrasa entre los más pesados tormentos. Padre Abrahán, dijo, envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y refresque mi lengua, porque me atormento en medio de estas llamas (Lc 16,24). Pero él le respondió: Acuérdate, hijo, que recibiste los bienes en tu vida, y Lázaro, en cambio, los males (Lc 16,25). Las riquezas se compensan con tormentos; la pobreza, con el refrigerio; la púrpura, con las llamas; la desnudez, con el descanso, para que se mantenga en equilibrio la balanza y no se sobrepase el límite de aquella medida: Con la medida con que midáis, con ésa seréis medidos (Lc 6,38) . Al rico atormentado se le niega la misericordia porque en su vida no quiso ser misericordioso; no se le escucha cuando suplica entre tormentos, porque en la tierra no escuchó él al pobre que le suplicaba.


El rico y el pobre se oponen entre sí, pero también se necesitan mutuamente. Nadie sufriría necesidad si recíprocamente se socorriesen y ninguno se fatigaría sí mutuamente se ayudasen. El rico está hecho para el pobre, y el pobre para el rico. Propio del pobre es pedir y propio del rico es dar; propio de Dios es recompensar lo poco con lo mucho. Una pequeña obra de misericordia produce una gran abundancia. El campo de los pobres es fértil; luego da a sus dueños el fruto. El pobre es el camino hacia el cielo por el que se llega al Padre. Comienza, pues, a dar si no quieres extraviarte. Rompe en esta vida las cadenas de tu patrimonio que te tienen atado, a fin de que puedas acercarte libremente al cielo; desembarázate del peso de las riquezas, arroja las cadenas libremente contraídas; deshazte de las preocupaciones y hastíos que te inquietan durante tantos años. Da a quien te pide para poder recibir tú; da al pobre si no quieres arder en las llamas. Da a Cristo en la tierra para que te lo devuelva en el cielo. Olvídate de lo que eres y considera lo que vas a ser. La vida presente es quebradiza y proclive a la muerte. Nadie puede quedarse en ella; a todos se nos obliga a partir. Vamos aunque no queramos; salimos de mala gana porque somos malos. Si hubiéramos enviado algo delante de nosotros, no llegaríamos a un albergue vacío. En efecto, lo que damos a los pobres, lo enviamos delante de nosotros; en cambio, lo que arrebatamos, lo dejamos todo aquí.
 Sermón 367.

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