jueves, 30 de octubre de 2014

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De la mano de San Agustín

Lc 13.31-35  No privar a la Iglesia del ministerio necesario

 Quizá diga aquí alguno que los ministros de Dios deben huir al acercarse esas desgracias, con el fin de conservarse para utilidad de la Iglesia en tiempos más tranquilos. Eso pueden hacerlo rectamente algunos cuando no faltan otros para atender al ministerio eclesiástico, para que no todos lo abandonen. Ya dijimos que eso lo hizo Atanasio; la fe católica sabe cuán necesaria y útil era para la Iglesia la vida de aquel varón, que con su palabra y con su amor la defendió de los herejes arrianos. Mas, cuando el peligro es común, es de temer que muchos hagan eso no por la voluntad de ser útiles, sino por el miedo a la muerte, y causen mayor mal con el escándalo de su fuga que provecho con el deber de vivir. En esos casos no debe hacerse. En fin, cuando el santo rey David se abstuvo de lanzarse a los peligros de la batalla para que no se extinguiera la lámpara de Israel (2 Re 11,17), como allí se dice, esto lo aceptó cuando se lo pidieron los suyos; no fue decisión originariamente suya. En caso contrario hubiese arrastrado a muchos a la cobardía con su ejemplo, quienes hubiesen creído que lo hacía perturbado por el pánico y no por la consideración de la utilidad de los otros.

Aquí hay otro problema que no debemos pasar por alto. Si no hemos de descuidar la utilidad mencionada, de modo que algunos ministros tengan que huir al acercarse la devastación, para prestar sus servicios a los posibles supervivientes de la catástrofe, ¿qué se ha de hacer entonces cuando se ve que todos han de perecer a menos que algunos huyan? ¿Qué ocurrirá cuando la persecución va dirigida tan sólo contra los ministros de la Iglesia? ¿Qué diremos? ¿Tendrán los ministros que huir y abandonar la iglesia para que no quede en una situación aún más miserable con su muerte? Si los laicos no son perseguidos a muerte, pueden ocultar de algún modo a sus obispos y clérigos, según la ayuda de aquel en cuyo poder están todas las cosas, y que puede conservar con su admirable poder también al que no huye. Preguntamos qué se ha de hacer, para que no se piense que tentamos a Dios esperando milagros divinos en cualquier situación. 

En todo caso, esta tempestad no es de esa clase: es común el peligro de clérigos y laicos, como en un navío es común el peligro de los mercaderes y de los marineros. Dios nos libre de estimar en tan poco nuestra nave que los marineros, y principalmente el piloto, hayan de abandonada cuando peligra, al que puedan huir y salvarse en el esquife o también nadando Tememos que con nuestra deserción padezcan los otros DC la muerte temporal, que de todos modos vendrá, sino la eterna, que puede venir si no se está en guardia y que puede no venir si se está. ¿En qué nos fundamos para pensar que en este común peligro de la vida, cuando se presenta la invasión enemiga, han de morir todos los clérigos y no todos los laicos de modo que terminen también su vida todos aquellos para los que eran necesarios los clérigos? ¿Por qué no hemos de esperar que han de quedar algunos clérigos, como quedan algunos laicos, para prestar su ministerio a quien lo necesite?

¡Ojalá los ministros de Dios porfiasen sobre quiénes habían de quedar y quiénes habían de huir para no abandonar la Iglesia con la fuga de todos o con la muerte de todos! Tal porfía se dará entre ellos cuando los unos y los otros hiervan de caridad y sirvan a la caridad. Si no pudiera terminarse la porfía sobre quiénes se han de quedar y quiénes han de huir, a mi juicio habría que dejarlo a suertes. Los que dijeren que deben huir podrían parecer o cobardes que no quieren afrontar el peligro inminente, o arrogantes, por juzgarse más necesarios a la Iglesia y más dignos de ser conservados. Además, quizá los mejores preferirían dar su vida por los hermanos, y entonces se salvarán con la fuga los más inútiles, los que tienen menos capacidad de consejo y de gobierno. Estos mismos, si sus pensamientos están guiados por la piedad, se opondrán a los que ellos ven que es conveniente que sobrevivan, pero que personalmente prefieren morir a huir. 

En estos casos, como está escrito, las suertes calman la contradicción y deciden entre los poderosos (Prov. 18,18). Porque en estas dudas mejor juzga Dios que los hombres, ya se digne llamar al fruto de la pasión a los mejores y perdonar a los débiles, ya quiera fortalecer a éstos para que toleren los males y sacarlos de esta vida, pues la suya no será tan necesaria a la Iglesia de Dios cuanto la de los otros. El echar a suertes no es método corriente. Pero, si se realiza, ¿quién osará reprenderlo? ¿Quién no lo alabará con una intervención oportuna sino el indocto o el envidioso? Si esto no place, porque no consta que se haya hecho nunca, que ninguna fuga tenga como efecto el que la iglesia se vea privada del ministerio necesario y debido, sobre todo en medio de tan grandes peligros. Nadie tenga preferencia por su propia persona, de modo que, si se ve sobresaliente por alguna gracia, diga que por eso es más digno de la fuga. Porque quien eso piensa se complace demasiado en sí mismo. Y el que se atreve aun a decirlo, desagrada a todos...

 Por lo tanto, quien huye de modo que al huir no priva a la Iglesia del ministerio necesario, hace lo que el Señor mandó o permitió. Pero el que huye de modo que prive a la grey de Cristo de los alimentos espirituales de que vive, es un mercenario, que ve venir al lobo y huye, porque no se preocupa de las ovejas20. Esto es lo que contesto a tu consulta, hermano amadísimo, con la verdad y la caridad que juzgué autentica. Si hallas un consejo mejor, no te impido que lo sigas. En estos peligros no podemos hacer cosa mejor que orar a Dios nuestro Señor para que se compadezca de nosotros. Algunos santos y sabios varones, por un don de Dios, han merecido el querer y el hacer esto: no abandonar las iglesias de Dios. Y no han desmayado en su determinación entre los dientes de los calumniadores.
Carta 228, 10-12.14.



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