lunes, 26 de enero de 2015

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De la mano de San Agustín (25)

Mc 3, 22-30  La blasfemia contra el Espíritu: la impenitencia

 A su vez, en el relato de los otros dos evangelistas, la causa de que el Señor pronunciara la sentencia sobre la blasfemia contra el Espíritu fue la mención del espíritu inmundo que está dividido contra sí mismo. Se había dicho del Señor que expulsaba los demonios en virtud del príncipe de los demonios; fue entonces cuando el Señor dijo que expulsaba los demonios en el Espíritu Santo, de modo que el Espíritu que no está dividido contra sí mismo vence y expulsa al espíritu dividido contra sí, pero que permanece en su perdición la persona que, por falta de arrepentimiento, rehúsa entrar en la paz del Espíritu que no está dividido contra sí. Marcos lo relata de esta manera: En verdad os digo que a los hombres se les serán perdonarán cualesquiera pecados y blasfemias que hayan proferido. Más el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá nunca perdón, sino que será reo de un delito eterno (Mc 3,28-29). Después de citar esas palabras del Señor, las unió con las suyas, diciendo: Porque ellos decían: tiene un espíritu inmundo (Mc 3,30), para mostrar que de aquí surgió el motivo para decir eso, a saber: porque los judíos habían afirmado que expulsaba los demonios por Belcebú, príncipe de los demonios. No porque sea una blasfemia imperdonable, dado que también eso se perdona si le sigue el debido arrepentimiento; sino porque —como dije— la causa de que el Señor profiriese tal sentencia fue la mención del espíritu inmundo que el Señor mostró que estaba dividido contra sí mismo. Pero tenía en mente al Espíritu Santo que no solo no está dividido contra sí mismo sino que incluso une a los que reúne, perdonándoles los pecados por los que están divididos contra sí y morando en ellos, una vez que los ha limpiado, a fin de que, como está escrito en los Hechos de los Apóstoles, la multitud de los creyentes tenga un solo corazón y una alma sola (Cf Hch 4,32). A ese don del perdón no opone resistencia sino el que se mantiene terco en su corazón impenitente. Pues en otro lugar los judíos dijeron del Señor que tenía un demonio (Cf Jn 7,20; 8,48); y, sin embargo, entonces no dijo nada sobre la blasfemia contra el Espíritu Santo, porque no le echaron en cara que tenía un espíritu inmundo de manera que, por boca de ellos, pudiese mostrarse dividido en sí mismo, como Belcebú en virtud del cual dijeron que podía él expulsar los demonios.

En cambio, en este mismo pasaje según Mateo, el Señor manifestó con mayor claridad lo que aquí quería dar a entender, a saber: que pronuncia una palabra contra el Espíritu Santo quien, con su corazón impenitente, opone resistencia a la unidad de la Iglesia, en la cual se otorga el perdón de los pecados en el Espíritu Santo. Como ya se ha dicho, no tienen ese Espíritu los que, incluso poseyendo y administrando los sacramentos de Cristo, viven separados de su comunión. Pues cuando Jesús habló de la división de Satanás contra Satanás y de que él arrojaba los demonios en el Espíritu Santo, en el Espíritu que ciertamente no está dividido contra sí como Satanás, añadió a continuación: Quien no está conmigo, está contra mí, y quien no reúne conmigo, desparrama (Mt 12,30), para que nadie piense que el reino de Cristo está dividido contra sí mismo por el hecho de que existen quienes reúnen sus capillitas bajo el nombre de Cristo, pero fuera de su redil. De esta manera mostraba que no pertenecen a él los que, al reunir fuera, más que reunir quieren desparramar. Luego añadió: Por eso os digo: cualquier pecado y blasfemia se perdonará a los hombres; pero la blasfemia contra el Espíritu Santo no se perdonará (Mt 12,31). ¿Qué significa eso? ¿Acaso queda solo sin perdonar la blasfemia contra el Espíritu, porque quien no está con Cristo está contra él y quien no reúne con él, desparrama? Esa es la razón, sin duda. Pues quien no reúne con él, cualquiera que sea el modo como reúna bajo su nombre, carece del Espíritu Santo.

Este Espíritu precisamente es el que nos impulsa a entender que el perdón de cualquier pecado y de cualquier blasfemia no puede darse en ningún otro lugar más que en la comunidad de Cristo, que no desparrama. En efecto, ella se halla reunida en el Espíritu Santo, que no está dividido contra sí, como aquel espíritu inmundo. Y por eso todas las congregaciones —o más bien disgregaciones— que se llaman Iglesia de Cristo y que, divididas y opuestas entre sí, son enemigas de la congregación de la unidad que es su verdadera Iglesia no por ostentar su nombre pertenecen a su congregación. Pertenecerían si estuviese dividido contra sí el Espíritu Santo en el que se constituye como congregación. Mas como eso no ocurre —ya que quien no está con Cristo, está contra él, y quien no reúne con él, desparrama (Cf Mt 12,30)— por eso mismo cualquier pecado y cualquier blasfemia se perdonará a los hombres en esta comunidad que Cristo, nunca dividido contra sí mismo, reúne en el Espíritu Santo; en cambio, la blasfemia contra el Espíritu, a la que se debe que, con un corazón impenitente, se ponga resistencia a tan gran don de Dios hasta el final de la vida, no se perdonará. Pues si alguien es tan contrario a la unidad, que se opone a Dios que habla, no en los profetas, sino en su único Hijo —ya que por nosotros quiso que fuera Hijo del hombre para hablarnos en él—, se le perdonará ese pecado, si, arrepintiéndose, se convierte a la benignidad de Dios, el cual, no queriendo la muerte del impío, sino que se convierta y viva (Cf Ez 33,11), otorgó a su Iglesia el Espíritu Santo, para que a cualquiera a quien perdone en él los pecados, le queden perdonados (Cf Jn 20,23). En cambio, quien se declara enemigo de este don de modo que no lo pide con su arrepentimiento, sino que lo contradice al rehusar arrepentirse, hace que no se le perdone, no cualquier pecado, sino el de haber despreciado y hasta combatido el perdón de los pecados. Y de esta manera, se pronuncia palabra contra el Espíritu Santo cuando no se pasa de la dispersión a la congregación que recibió el Espíritu Santo para perdonar los pecados. Si alguien viene con corazón sincero a esta congregación aunque sea por la mediación de un clérigo malo, réprobo y falso, con tal que sea ministro católico, recibe el perdón de los pecados en el mismo Espíritu Santo.
Este Espíritu obra en la santa Iglesia, aun en este tiempo en el que, como en una era, es triturada la paja (Cf Mt 3,12; Lc 3,17), de manera que no desdeña la auténtica confesión de los pecados de nadie, no lo engaña la simulación de nadie y rehúye a los malvados y, no obstante, incluso por su ministerio, reúne a los buenos. Así, pues, el único recurso para que la blasfemia no sea irremisible es evitar el corazón impenitente. Y nadie crea que es provechoso el arrepentimiento a quien no está dentro de la Iglesia en la que se otorga el perdón de los pecados y no mantiene la comunión del Espíritu en el vínculo de la paz (Cf Ef 4,3).

Con la misericordia y la ayuda del Señor, he expuesto como he podido, si es que he podido en alguna medida, una dificilísima cuestión. Lo que, por su dificultad, no he sido capaz de alcanzar no se impute a la misma verdad, que ejercita para su salvación a los piadosos incluso cuando se les oculta, sino a mi deficiencia, que no he podido ver lo que tenía que entender o explicar lo que había entendido. Y, con referencia a lo que, tal vez, he podido investigar con el pensamiento o explicar con la palabra, hay que dar gracias a Aquel en quien hemos buscado, a quien hemos pedido y al que hemos llamado para tener yo de qué alimentarme con la meditación y qué serviros a vosotros con la palabra.

Sermón 71, 35-38

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