En esta mi niñez, en la que había menos que temer por mí que en la adolescencia, no gustaba yo de las letras y odiaba el que me urgiesen a estudiarlas. Con todo, era urgido y me hacían gran bien. Quien no hacía bien era yo, que no estudiaba sino obligado; pues nadie que obra contra su voluntad obra bien, aun siendo bueno lo que hace.
Tampoco los que me urgían obraban bien; antes todo el bien que recibía me venía de ti, Dios mío, porque ellos no veían otro fin a que yo pudiera encaminar aquellos conocimientos que me obligaban a aprender sino a saciar el insaciable apetito de una abundante escasez y de una gloria ignominiosa. Mas tú, Señor, que tienes numerados los cabellos de nuestra cabeza (Mt 16,30), usabas del error de todos los que me apremiaban a estudiar para mi utilidad y del mío en no querer estudiar para mi castigo, del que ciertamente no era indigno, siendo niño tan chiquito y tan gran pecador.
Así que de los que no obraban bien, tú sacabas bien para mí; y de mis pecados, mi justa retribución; porque tú has ordenado, y así es, que todo ánimo desordenado lleva en sí mismo inserto castigo.
Conf. 1, 12.19
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