miércoles, 6 de mayo de 2015

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De la mano de San Agustín (5)

Confianza en Dios

Cuando se leyó al Apóstol, oísteis: Sabemos —dice— que la ley es espiritual; pero yo soy carnal (Rm 7,14). Ved quién lo dice y qué dice: La ley es espiritual, pero yo soy carnal, vendido al pecado, pues ignoro lo que hago (Rm 7,14). ¿Qué quiere decir ignoro? No lo acepto, no lo apruebo. Pues no hago lo que quiero, sino que lo que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, voy de acuerdo con la ley, que es buena (Rm 7,16). ¿Qué significa voy de acuerdo con la ley? Que lo que yo no quiero tampoco lo quiere la ley. Por consiguiente, cuando hago lo que no quiero, y no quiero lo que tampoco quiere la ley, voy de acuerdo con la ley, que es buena. Pero ella es espiritual y yo carnal. ¿Qué sucederá, entonces? Hacemos lo que no queremos; y si realizamos todo tipo de malas acciones, ¿quedaremos impunes? De ningún modo; no te lo prometas, ¡oh hombre!; presta atención a lo que sigue: Mas, si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que habita en mí (Rm 7,20). ¿A qué llama aquí pecado sino a la concupiscencia de la carne? Y para que no digas que eso no va contigo, dijo: El pecado que habita en mí. ¿Y qué significa no lo hago yo? Lo deseo con la carne, no lo consiento en mi espíritu. Desea la carne, el espíritu no consiente: advierte el combate. Resiste, espíritu, en tu combate y pide ayuda al Señor tu Dios. Resiste, espíritu, en tu combate y grita lo mismo que aquella mujer: ¡Señor,
ayúdame! (Mt 15,25) Mantente, espíritu, en tu combate y grita lo que has cantado: ¡Ten piedad de mí, oh Dios; ten piedad de mí! (Sal 56,2) Advierte el sacrificio: En ti ha confiado mi alma (Sal 56,2). En el bautismo se borra la maldad, pero queda la debilidad; en cambio, en la resurrección ya no habrá maldad y se eliminará la debilidad. Cuando esto mortal se revista de inmortalidad y esto corruptible se revista de incorrupción, entonces se cumplirá lo que está escrito: la muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu desafío? (1Co 15,54-55) Si el desafío de la muerte es nuestro combate, ya no soy yo quien hace (el mal), sino el pecado que habita en mí (Rm 7,20). Llamó pecado a la concupiscencia de la carne. Lo deseo, y no consiento en mi espíritu, pero la concupiscencia no cesa de incitarme al mal. Este es el desafío de la muerte. El diablo, enemigo exterior, será pisoteado cuando la concupiscencia, enemigo interior, quede curada y vivamos en paz. ¿Qué clase de paz? La que ni el ojo vio, ni el oído oyó (1Co 2,9). ¿Qué clase de paz? Aquella en que ningún corazón piensa, aquella a la que no sigue discordia alguna. ¿Qué clase de paz? Aquella de la que dijo el Após­tol: Y la paz de Dios, que supera todo entendimiento, guarde vuestros corazones (Flp 4,7). De esa paz dice el profeta Isaías: Señor Dios nuestro, danos la paz, pues has cumplido todo lo que nos has prometido (Is 26,12). Prometiste a Cristo: cumpliste la promesa. Prometiste su cruz y su sangre que había de derramar para el perdón de los pecados: cumpliste la promesa. Prometiste su ascensión y el Espíritu Santo que iba a ser enviado desde el cielo: cumpliste la promesa. Prometiste la Iglesia que se iba a difundir por toda la redondez de la tierra: cumpliste la promesa. Prometiste que iba a haber herejes para ejercitarnos y probarnos, y la victoria de la Iglesia sobre los errores de ellos: cumpliste la promesa. Prometiste la desaparición de los ídolos de los gentiles: cumpliste la promesa. Señor Dios nuestro, danos la paz, pues has cumplido todo lo que nos has prometido (Is 26,12).

Sermón 77A, 2

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