lunes, 27 de julio de 2015

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De la mano de San Agustín (17): La misericordia

 Deseo traer algo a la memoria de vuestra santidad; aunque con frecuencia he experimentado que estáis dispuestos para toda obra buena, no obstante es preciso que os dirija un sermón esmerado sobre ello. Se trata de lo siguiente: ¿qué es la misericordia? No otra cosa sino una cierta miseria contraída en el corazón. La misericordia trae su nombre del dolor por un miserable: la palabra incluye otras dos: miseria y cor, miseria y corazón. Se habla de misericordia cuando la miseria ajena toca y sacude tu corazón. Por tanto, hermanos míos, considerad que todas las obras buenas que realizamos en esta vida caen dentro de la misericordia. Por ejemplo: das pan a un hambriento: ofrécele tu misericordia de corazón, no con desprecio; no consideres a un hombre semejante a ti como a un perro. Así, pues, cuando haces una obra de misericordia, si das pan, compadécete de quien está hambriento; si le das de beber, compadécete de quien está sediento; si das un vestido, compadécete del desnudo; si ofreces hospitalidad, compadécete del peregrino; si visitas a un enfermo, compadécete de él; si das sepultura a un difunto, lamenta que haya muerto; si pacificas a un contencioso, lamenta su afán de litigar. Si amamos a Dios y al prójimo, no hacemos nada de esto sin dolor del corazón. Estas son las buenas obras que confirman nuestro ser cristiano, pues dice el santo Apóstol: Mientras tengamos tiempo, hagamos el bien a todos (Ga 6,10). Y ¿qué dice además, en el mismo lugar, sobre las mismas obras buenas? Esto os digo: quien siembra escasamente, escasamente recogerá (2Co 9,6).

Mas cuando siembras, es decir, al hacer las obras de misericordia, siembras entre lágrimas, puesto que te compadeces de aquel a quien se las haces. Pero llegará el momento, después de nuestra muerte, en que ya no existirán estas siembras de la misericordia, puesto que en aquel reino ya no serán objeto de conmiseración quienes aquí sufrieron estrecheces a causa de Dios. En efecto, llegado el momento de la retribución, ¿a quién darás tu pan, si nadie estará hambriento? ¿A qué desnudo vestirás, sí todos están revestidos de inmortalidad? ¿A quién ofrecerás hospitalidad, si todos se encontrarán en su patria? ¿A qué enfermo visitarás, si la salud es eterna? ¿A qué muerto darás sepultura, si se vive por siempre? ¿A qué contenciosos pacificarás, si allí se dará aquella paz total que aquí se nos ha prometido? Allí, pues, no habrá cabida para tales obras ni para la misericordia. ¿Por qué? Porque será el momento de cargar con los manojos, no de arrojar la semilla. Por tanto, no desfallezcamos mientras sembramos entre lágrimas, es decir, en medio de la fatiga y el dolor. No decaigáis en vuestras obras de misericordia, porque recibiréis la recompensa por vuestra siembra. Se siembra durante el invierno no sin fatiga, pero ¿la asperidad del invierno echó atrás alguna vez al campesino para que no arrojase a la tierra el fruto limpiado con tanto trabajo? Salió y lo arrojó a la tierra sin pereza y sin temer al frío. ¿A qué se debe que no sintiera pereza a pesar del frío? Esa pereza la sacuden la fe y la esperanza. ¿Acaso ve la cosecha? Pero cree que brotará. ¿Acaso es el momento de recoger ya el fruto? Pero espera recolectarlo, y esta fe y esta esperanza le animan para que, con gran sacrificio a causa del frío, arroje la semilla en la tierra y con la ayuda de Dios pueda recoger tranquilo los frutos abundantes, obra de su trabajo, gracias a aquel que reina por los siglos de los siglos. Amén. 
Sermón 358A,1-2

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