jueves, 30 de julio de 2015

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De la mano de San Agustín (19): La batalla decisiva


Así enfermaba yo y me atormentaba, acusándome a mí mismo más duramente que de costumbre, mucho y queriéndolo, y revolviéndome sobre mis ligaduras, para ver si rompía aquello poco que me tenía prisionero, pero que al fin me tenía. Y tú, Señor, me instabas a ello en mis entresijos y con severa misericordia redoblabas los azotes del temor y de la vergüenza, a fin de que no cejara de nuevo y no se rompiese aquello poco y débil que había quedado, y se rehiciese otra vez y me atase más fuertemente.

Y me decían a mí mismo interiormente: «¡Ea!, sea ahora, sea ahora»; y ya casi: pasaba de la palabra a la obra, ya casi lo hacía; pero no lo llegaba a hacer. Sin embargo, ya no recaía en las cosas de antes, sino que me detenía al pie de ellas y tomaba aliento y lo intentaba de nuevo; y era ya un poco menos lo que distaba, y otro poco menos, y ya casi tocaba al término y lo tenía; pero ni llegaba a él, ni lo tocaba, ni lo tenía, dudando en morir a la muerte y vivir a la vida, pudiendo más en mí lo malo inveterado que lo bueno desacostumbrado y llenándome de mayor horror a medida que me iba acercando al momento en que debía mudarme. Y aunque no me hacía volver atrás ni apartarme del fin, me retenía suspenso.
Conf. VIII, 11, 25

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