martes, 9 de febrero de 2016

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De la mano de San Agustín (8):

Sepa también vuestra caridad que he dicho a los hermanos que viven conmigo que quien tenga algo, o lo venda, o lo regale, o lo dé al común; poséalo la Iglesia, por medio de la cual Dios nos alimenta. Y les he dado de plazo hasta Epifanía en atención a aquellos que o bien no hicieron el reparto con sus hermanos o han dejado en sus manos lo que les corresponde, o bien no han dispuesto aún de sus bienes en espera de tener la edad legal. Hagan con ello lo que gusten, con tal de que sean pobres conmigo y nos confiemos juntos a la misericordia de Dios. Pero, si no quieren, si es que hay alguno, yo he sido quien estableció, como sabéis, que no ordenaría de clérigo a nadie más que a quien quisiera permanecer conmigo, de forma que, si deseara abandonar su propósito, le quitaría el clericato, puesto que desertaría de la santa comunidad y de la compañía en que había comenzado a vivir; mas ved que, ante la presencia de Dios y vuestra, cambio de parecer: quienes quieren poseer algo como propio, aquellos a quienes no basta Dios y su Iglesia, permanezcan donde quieran y donde puedan, que no les quitaré el clericato. No quiero tener hipócritas. Mala cosa es —¿quién lo ignora?—, mala cosa es caer de un propósito, pero peor es simularlo. Mirad lo que digo: cae quien abandona la sociedad de la vida común ya abrazada, que es alabada en los Hechos de los Apóstoles; cae de su voto, cae de la profesión santa. Mire al juez; pero a Dios, no a mí. Yo no le quito el clericato. He puesto ante sus ojos el peligro en que se halla: haga lo que quiera. Sé, en efecto, que, si quiero degradar a alguien que se comporte así, no le faltarán abogados, no le faltarán defensores, e incluso entre los obispos, que digan: «¿Qué mal ha hecho? No puede tolerar esa vida contigo; quiere permanecer fuera de la casa del obispo, vivir de lo suyo. ¿Por eso ha de perder el clericato?» Yo sé cuán malo es profesar algo santo y no cumplirlo. Prometed, dijo, al Señor vuestro Dios y cumplidlo (Sal 75,12); y: Mejor es no prometer que prometer y no cumplir (Si 5,4). Es una virgen; aunque nunca haya estado en un monasterio, si es una virgen consagrada, no le es lícito casarse. No se le obliga a estar en un monasterio; pero, si comenzó a vivir en el monasterio y lo abandonó, aunque siga siendo virgen, ha caído en la mitad. Del mismo modo, el clérigo ha profesado dos cosas: la santidad y el clericato; hablemos, de momento, de la santidad —pues el clericato se lo impuso Dios sobre sus hombros en bien de su pueblo; es una carga más que un honor; mas ¿quién es sabio y lo comprende? (Sal 106,46)—; profesó, pues, la santidad, profesó el vivir en común, profesó el ¡Qué bueno y alegre es vivir los hermanos en unidad! (Sal 132,1) Si abandona este propósito y permanece como clérigo, pero fuera, también él cayó en la mitad. ¿Qué tengo yo que ver? Yo no le juzgo. Si guarda la santidad fuera, cayó en la mitad; si dentro la simula, cayó entero. No quiero que tenga necesidad de simular. Sé en qué medida aman los hombres el clericato; no se lo quito a nadie que no quiera vivir conmigo. Quien quiera permanecer conmigo tiene a Dios. Si está dispuesto a que lo alimente Dios por medio de su Iglesia, a no tener nada propio, sino o a darlo a los pobres o a ponerlo en común, permanezca conmigo. Quien no quiere esto, dispone de libertad, pero mire si podrá alcanzar la eternidad de la felicidad.
Sermón 355, 6

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