jueves, 25 de agosto de 2016

// //

Agustín y Mónica: las líneas maestras de una relación que definió las líneas maestras de una vida (III)

En Milán, Mónica conoció al obispo Ambrosio, famoso ya por su elocuencia. Por orden suya, renunció sin vacilar a una costumbre a la que tenía mucho apego: llevar alimentos a las tumbas de los mártires (conf. 6, 2, 2). En las Confesiones, Agustín presenta los hechos como si Mónica no hubiera sabido nada de la prohibición de ese tipo de prácticas hasta que un guardián le impidió el paso en la entrada del lugar en que se conmemoraba el recuerdo de los santos (conf. 6, 2, 2). Se desprende, no obstante, de dos cartas de Agustín que Mónica lo había enviado a ver a Ambrosio para pedirle información. En su carta a Casulano, Agustín cuenta que Ambrosio preconizaba la adopción de su propia práctica del ayuno. En materia de ayuno, el obispo respetaba siempre las cos-tumbres del lugar en que estuviera (ep. 36, 14, 32), lo que impresionó mucho no sólo a Mónica, sino también a Agustín. Éste declara, incluso en una carta dirigida a Genaro, que las palabras de Ambrosio fueron siempre para él algo así como un oráculo del cielo (ep. 54, 2, 3). Mónica se sometió incondicionalmente a la autoridad de Ambrosio porque éste argumentó la respuesta al problema teológico que le había planteado. Por su parte, el obispo de Hipona siempre tuvo presente esa forma de responder a las preguntas de la gente en lo referente a los puntos de la fe: cuando los miembros de su comunidad llegaban a él con preguntas, preocupaciones y problemas, siempre solía tomarse todo ello en serio.

Mónica fue una madre abnegadísima para Agustín. Siguió siendo, por encima de todo, su madre; y como madre suya aparece en sus obras. Se impone pues una comparación entre Mónica y las figuras maternas que conocía Agustín. No hay que buscar muy lejos para hallar semejanzas con María; pero existen también paralelismos con otras mujeres en quienes no pensamos forzosamente de entrada hoy en día. Es muy posible que Agustín, quien conocía bien la literatura estoica, pensara en aquella matrona ejemplar que fue Cornelia cuando prefirió, para su madre, un retrato literario antes que un busto de bronce. Igual que Cornelia, Mónica mostró interés, ya a edad avanzada, por los asuntos filosóficos y, lo mismo que la gran romana, iban a hacerla célebre los sacrificios realizados en pro de la educación de sus hijos. La Eneida de Virgilio también marcó mucho a Agustín. En su juventud, no pudo contener las lágrimas al enterarse en dicho libro de la forma en que Dido, reina de Cartago, había sido abandonada (conf. 1, 13, 20-21). Ya adulto, tuvo que enfrentarse con el dolor de su madre, a quien había dejado sola en Cartago… El parecido no se queda sólo en esto. Agustín y Eneas dejan ambos, en secreto, a una mujer y, en ambos casos, el teatro de los hechos es Cartago; pero, mien-tras que Agustín lleva a cabo el proyecto con éxito, Dido se percata a tiempo de los perversos designios de Eneas. También en esto se asemejan las dos mujeres. Mónica y Dido eran ambas, efectivamente, dos virtuosas viudas norteafricanas.

Pero también hay claras diferencias entre las dos situaciones: Agustín y Mónica no eran amantes, sino madre e hijo; y, contrariamente a Dido, Mónica no se suicidó, sino que halló confortación en la fe. Ésta no es, a buen seguro, sino una de las muchas interpretaciones posibles. Resulta igualmente interesante comparar a Mónica con Venus, la madre de Eneas. Mientras que Venus, diosa pagana del amor erótico, quedó encinta de Eneas en una relación adulterina, Mónica fue, primero, una esposa fiel y, a continuación, una viuda casta. Las dos mujeres intervinieron mucho en la vida de sus hijos, pero, mientras que Venus se disfrazaba de mil modos para que Eneas no la reconociera, Mónica no se separaba prácticamente ni a sol ni a sombra de Agustín. Merced al contraste entre ambas mujeres, Agustín pudo también presentar a Mónica como un modelo de virtuosa vida cristiana muchísimo más elevado que el ideal pagano aureolado con los mitos de la maternidad.

Una buena madre tenía también que pensar en casar a sus hijos. Cuando Agustín dejó a la mujer con la que había vivido durante muchos años, Mónica intentó arreglarle una boda, cosa que habría podido dar un notable empujón a la carrera de su hijo. A petición de Agustín, rogó a Dios que le enviara una visión que le procurase alguna luz en lo referido a una eventual unión matrimonial, pero la plegaria no fue escuchada (conf. 6, 13, 23). Cuando su hijo decidió de forma inopinada, o al menos así es como presenta él los hechos, abrazar el cristianismo, aquella conversión le proporcionó, no obstante, una alegría mucho mayor de la que habría podido proporcionarle una boda. Alabó entonces a Dios, que era capaz de dar más de lo que los hombres osaban pedirle en sus más locos sueños.

Tras la conversión, Agustín se retiró con unos amigos y parientes a una quinta de Casiciaco que puso a su disposición su amigo Verecundo. También Mónica residía allí; y, muchos años después, Agustín describió en las Confesiones cómo había vivido entre ellos “portándose como mujer, mostrando la fe de un hombre, serena como una anciana, amante como una madre y devota como una cristiana” (conf. 9, 4, 8). Al final de su vida, seguía rebosando admiración y gratitud por Mónica y nunca dejaba de honrar su memoria. En el De domo perseverantiae (428-429) destacó una vez más que lo que había dicho en las Confesiones acerca de su conversión y de su fe sólo lo había contado para mostrar que debía su salvación y su redención a las lágrimas de su madre (persev. 20, 53).

En Casiciaco, Mónica no pudo soslayar su papel de madre y ama de casa. En sus papel de mater nostra llegaba incluso a interrumpir discusiones filosóficas para anunciar que la comida estaba en la mesa (Acad. 2, 5, 13). Pero no era sólo por sus virtudes domésticas por lo que la elogiaba su hijo. Mónica tenía, efectivamente, derecho a parti-cipar en las conversaciones filosóficas que, por lo demás, eran sólo cosa de hombres (ord. 2, 1, 1). Agustín era muy progresista en este aspecto, pues en la sociedad romana se daba por hecho el papel subalterno de las mujeres, Era, pues, algo muy poco frecuen-te que participasen en la vida social en pie de igualdad con los hombres.
Larissa C. Seelbach
Tomado de San Agustín (354-430). Monje, obispo, doctor de la Iglesia

0 Reactions to this post

Add Comment

Publicar un comentario