viernes, 26 de agosto de 2016

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Agustín y Mónica: las líneas maestras de una relación que definió las líneas maestras de una vida (IV)

Agustín ponía mucho empeño en dejar claro, en aquellas conversaciones, que las palabras que ponía en labios de Mónica eran efectivamente las de su madre. ¿En qué medida debemos creer lo que nos dice? A este respecto, hay opiniones divergentes, pero incluso aunque admitamos que las palabras atribuidas a Mónica no corresponden siempre literalmente a lo que dijo de verdad, las frases que Agustín nos da como suyas son en parte reflejo, sin embargo, de la gran estima en que tenía a su madre. Agustín y Mónica avanzaban por el mismo camino de la sabiduría, pero cada uno a su manera; y la gran diferencia de formación y el diferente bagaje intelectual no cambian en nada esos hechos. Agustín sentía un gran respeto por las ideas de su madre y recurría a los procedimientos de estilo de que disponía para presentarlas con claridad. En el seno de aquella asamblea filosófica, Mónica representaba, por lo demás, el indispensable modelo de devoción y virtud. Agustín llega incluso a compararla con Cicerón y coloca en un pie de igualdad lo que ella dice y lo dicho en el Hortensius, la obra de la que arranca su “conversión a la filosofía” (beata V.1, 10). Sigue contando el obispo y escribe que los demás miembros del grupo tenían casi la impresión de que se hallaba entre ellos un hombre ilustre (beata V. 1, 10). Vemos, pues, que la opinión de Mónica la consideraban tan válida como la de un hombre. Lo cual no variaba nada su condición de mujer; antes bien, a Agustín le parecía más bien que tomaba su sagacidad de una fuente divina (divino fonte- beata V. 1, 10).

En De ordine, Agustín describe cómo su madre entró un día en la estancia en la que se hallaban en plena discusión filosófica y les preguntó de qué tema estaban tratando en aquel preciso instante. Mandó él entonces tomar nota de la llegada de su madre y de la pregunta que había hecho. Protestó ella, alegando que nunca había sabido hasta la fecha que se mencionase a las mujeres de tal forma en los libros. Agustín le respondió que le importaba la opinión de la gente sutil y experta; en última instancia, su nombre no le diría nada al lector en cuyas manos cayera por azar uno de sus libros; además, había otras mujeres que la habían precedido en el ámbito de la filosofía; y last but not least a él le gustaba muy especialmente la filosofía de su madre (ord, 1, 11, 31).

Agustín animaba, pues, a Mónica a que participase en los debates filosóficos, lo cual no quiere decir que no criticase lo que decía. Distinguía entre sus conocimientos y su sensatez, que eran grandes y procedían de su fe, y la forma no siempre atinada en que se expresaba; y se apresuraba a añadir que el propio Cicerón no siempre se había expresado a la perfección. Alababa la fuerza de su punto de vista, del que descubría a diario nuevos aspectos (ord. 2, 17, 45). La participación de Mónica en las conversaciones de Casiciaco fue una parte importante en la vida en común de madre e hijo. La última etapa de esta vida en común es el éxtasis de Ostia y la muerte de Mónica.

En el 387, cuando Agustín decidió irse otra vez de Italia para regresar a África del Norte, tenía que haber embarcado en Ostia, el puerto de Roma, en la desembocadura del Tíber; pero el barco no pudo hacerse a la mar en el acto por un bloqueo. Madre e hijo participaron, entonces, juntos en algo excepcional que conocemos con el nombre de éxtasis de Ostia. Aquella experiencia común es el equivalente de un broche de oro en la composición de las Confesiones y muestra una vez más, poco antes del fallecimiento de Mónica, hasta qué punto era hondo el vínculo entre madre e hijo y hasta qué punto lo impregnaba Dios. La prolongación de aquella experiencia única fue que Mónica se preguntó qué hacía aún en la tierra (conf. 9, 10, 26). Declaró que prefería morir. Todos aquellos a quienes se lo dijo quedaron sorprendidos ante la fuerza espiritual de aquella mujer (conf. 9, 11, 28). Pocos días después, Mónica cayó enferma. Pidió a Agustín y a su hermano que, cuando muriera la enterrasen in situ y que más adelante, la recordasen ante el altar de Dios en cualquier parte en donde estuvieran (conf. 9, 11, 27). Agustín comprobó gozoso que Mónica había renunciado a su antiguo deseo de que la enterrasen junto a su marido (conf. 9, 11, 28).

Mónica tenía cincuenta y seis años cuando exhaló el último suspiro y Agustín le cerró los ojos. Se prohibió a sí mismo verter una lágrima y riñó a su hijo Adeodato cuando éste rompió a llorar. Pues aquella mujer ni había muerto miserablemente ni tan siquiera había muerto del todo. Agustín recordó no obstante con dolor cuántas pruebas de cariño le había propiciado su madre. Y pensó que todo cuanto la había honrado no equivaldría nunca, en lo más mínimo, a todo cuanto había hecho ella por él (conf. 9, 12, 29). “Por eso, porque me veía abandonado en aquel tan gran consuelo suyo sentía el alma herida y despedazada mi vida, que había llegado a formar una sola con la suya” (conf. 9, 12, 30).

Muchos han deducido de esas sensaciones que la muerte de Mónica tuvo un hondo impacto en la evolución de Agustín. Nunca más acudió a su tumba, pero, en sus escritos, erigió en su memoria un monumento mucho más perdurable.

Durante la inhumación, Agustín sintió por dentro un gran dolor, pero no vertió ni una sola lágrima (conf. 9, 12, 32). Sólo algo después llegó el llanto; y le pareció oportuno dar rienda suelta a la pena durante unos minutos en homenaje a su madre que había llorado por él durante tantos años (conf. 9, 12, 33). Es muy posible que Agustín insistiera en el tema de la madre desconsolada para subrayar que el papel de madre espiritual de Mónica y su preocupación por la vida espiritual de su hijo eran lo esencial de su relación. Según Agustín, la vida de Mónica giraba en efecto en torno a dos núcleos: su amor por Dios y su amor por su hijo Agustín.

El amor maternal de Mónica siguió siempre presente con claridad en la mente de Agustín, incluso en los últimos años de su vida. Si las almas de los difuntos pudieran interesarse por la suerte que corren los vivos, en los sueños, por ejemplo-escribe-, no cabe duda de que Mónica habría recurrido a esa posibilidad para consolarlo en sueños todas las noches (cura mort. 13, 16).

Al final de las Confesiones, obra de tan clara connotación autobiográfica, Agustín pide a sus lectores que recen por Mónica, la sierva de Dios, y por Patricio, su marido, para que la última voluntad de aquélla pudiera cumplirse más allá de sus propias esperanzas (conf. 9, 13, 37).

Difícilmente puede sobrestimarse el papel de Mónica en la vida de Agustín. Pero ello no impide que fuera Agustín quien trazase de forma retrospectiva las líneas maestras de la relación que había definido las de su propia vida. Mónica, mujer cristiana ejemplar, estaba por encima de toda sospecha y, en consecuencia, poseía un valor inestimable en tanto en cuanto “icono propagandístico” en aquellos años postreros de la Edad Antigua.

Larissa C. Seelbach
Tomado de San Agustín (354-430). Monje, obispo, doctor de la Iglesia

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