domingo, 11 de septiembre de 2016

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XXIV Domingo del Tiempo Ordinario (C) Reflexión

El evangelio de este domingo nos presenta tres parábolas de Jesús. Estas tres parábolas constituyen  el punto culminante de la enseñanza de Lucas sobre la misericordia de Dios. (El de Lucas es llamado el evangelio de la misericordia).

Estas parábolas nos dan a entender quién es para Jesús un pecador. Para Jesús, el pecador es aquel que se ha perdido: la moneda que se ha extraviado y no se encuentra, la oveja que se ha desorientado, el hijo a quien se daba por perdido.

El pecador es aquel que no está con nosotros porque se ha ido (Todos somos pecadores, aunque no hayamos abandonado el rebaño). Al no estar con nosotros el pecador (como la oveja o la moneda perdidas, o el Hijo pródigo) nos hace hace sentir, nos debe hacer sentir, el deseo de buscarlo para que sea encontrado, invitarle, corregirle amando, animarle sin desmayo, acompañarle en un proceso de conversión o de acercamiento al amor de Dios y pueda, así, recuperar la comunión fraterna perdida. Y alegrarnos, porque nuestro hermano estaba perdido y lo hemos encontrado.

¿Por qué tenemos o debemos hacer todo esto? Entre otras cosas, porque, en palabras de San Pablo, Dios nos ha encomendado el ministerio de la reconciliación. A todos. A los sacerdotes, el ministerio de la reconciliación sacramental. Y a todos, porque, en cuanto miembros del cuerpo único de Cristo, somos responsables del bien de los hermanos. Es el mismo ministerio de Cristo, pero que lo ejerce por medio de nosotros. 

Jesús acogía a los pecadores, comía con ellos, perdonaba al hermano siempre y en todo, invitaba al banquete de la vida a los más alejados. “Haced vosotros lo mismo”, nos dice cuando lava los pies a sus discípulos. 

Es cierto que también nos dice en otro lugar que para ver la mota de polvo que tiene el hermano en el ojo, antes debemos quitarnos la viga que tenemos en el nuestro. ¿Cómo, entonces, podremos buscar y acercarnos al hermano que ha  pecado e invitarle a regresar a la casa del Padre, si también nosotros somos pecadores? Reconociéndonos también nosotros pecadores.

Reconocer nuestra condición de pecadores y partir desde esta experiencia de fragilidad y de pecado, facilitará el acercamiento al hermano. No iremos a él con aires de superioridad, sino de sencillez y humildad, y así podremos emprender juntos un camino de regreso a la comunión fraterna en la casa del Padre.

Pero antes de dar estos pasos, en el ejercicio de nuestra misión de reconciliadores, es necesaria e imprescindible orar por los pecadores. Como lo hizo Moisés (1ª lectura) que intercede en favor de su pueblo que se había desviado del camino que Dios le había señalado. 

Orar por el hermano concreto, con su nombre y apellido. Orar y pedir la luz y ayuda necesaria para poder actuar con el hermano con amor y sin miedos, orar por la comunidad en su tarea de seguir construyéndose permanentemente en la unidad y el amor, orar por uno mismo para no perdernos por el pecado. Orar para ejercer debidamente este ministerio de la reconciliación.
 
Pero antes hay que partir de una primera experiencia, muy importante. Es la experiencia del amor de un Dios que es Padre y que acoge, perdona y celebra una fiesta cuando nos reconciliamos con él. La experiencia del amor sin límites: que Dios nos ama como a hijos y quiere que nos amemos como hermanos. Cuando uno se siente amado así, lleva y comunica a otros ese mismo amor. Y no hay condición mejor para la reconciliación que el amor de Dios en nosotros. 

Este es un ministerio que nos lleva a la alegría. Varias veces repite Jesús que habrá mucha alegría en el cielo por un pecador que se convierta. El padre de la parábola del hijo que se fue y había regresado celebra un banquete de fiesta.

La eucaristía es el banquete del amor entregado y compartido. Es la fiesta de la comunidad fraterna que se reúne para celebrar la misericordia de un Padre que nos entrega a su Hijo como alimento para crear y mantener la reconciliación y comunión entre todos nosotros.

P. Teodoro Baztán Basterra

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