domingo, 23 de octubre de 2016

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XXX Domingo del Tiempo Ordinario (C) Reflexión


Jesús va camino de Jerusalén con los suyos. Sabe que allí se va a enfrentar con las autoridades político-religiosas. Concretamente con los fariseos que se creían los buenos, los exactos cumplidores de la ley de Moisés. Por eso no tenían de qué convertirse. Despreciaban a los demás, marginaban totalmente a los pecadores. Soberbios e hipócritas, en palabras de Jesús.

“A algunos que teniéndose por justos se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola”. Así comienza el evangelio de hoy. Se dirige a los fariseos, pero también a nosotros. Como siempre. Hoy Jesús nos habla de la actitud que debemos tener en nuestra relación con Dios y los demás, del deber de orar con humildad. Y que no debemos despreciar a nadie, sea quien sea. Para eso nos presenta una parábola con dos personajes, el fariseo y el publicano.

Los fariseos se sentían satisfechos por lo que eran y por lo que les diferenciaba de los demás. Sin embargo, aquél que se creía cerca de Dios, el fariseo, en realidad estaba lejos. ¿Por qué? Porque se enaltecía a sí mismo, pero le faltaba lo más esencial: el amor. San Agustín se pregunta dónde estaba su pecado y obtiene la respuesta: "En su soberbia, en que despreciaba a los demás"

Los publicanos, en cambio, desempeñaban el oficio público de recaudares de los impuestos para los romanos. De ahí que fueran marginados y odiados por el pueblo. Extorsionaban y engañaban para poder ganar dinero para sí. No cumplían con la ley. Pecadores públicos. Malos judíos, traidores y vendidos al imperio romano. Así eran considerados por los fariseos y gran parte del pueblo.

Están los dos en el templo. El fariseo alardeando ante Dios de su buen comportamiento y despreciando al publicano, que en la parte atrás del templo no se atreve ni a levantar la  vista. Y ahora viene la enseñanza de Jesús, que debió escandalizar a todos: ensalza y acoge al publicano y rechaza al fariseo cumplidor de la ley.

¿Qué nos quiere decir Jesús con esto? Algo muy sencillo: Lo que Dios condena en el fariseo, no son sus buenas obras, sino su orgullo y su soberbia. Y lo que Dios alaba en el publicano, no son sus pecados, sino su humildad y arrepentimiento. El fariseo es autosuficiente, hasta para salvarse. Y Dios, así, no lo puede aceptar. Tiene que caerle mal. El publicano, en cambio, siente que  necesita de Dios, reconoce su pecado,  se arrepiente y pide perdón. Esta es la diferencia.

A Dios no se le puede comprar. Mucho menos querer hacerlo cómplice de nuestra soberbia y orgullo. No podemos pensar que somos buenos porque no somos como los demás, o si nos dedicamos a despreciar a los demás porque no son como nosotros. Jesús detesta ese modo de pensar. La prueba de nuestro amor a Dios es y será siempre nuestro amor a los hermanos, a todos, especialmente a los más pobres. Ahí le demostraremos a Dios nuestro buen corazón.

Si yo, sacerdote, me dirigiera a Dios diciéndole: “Gracias, Señor, porque, a diferencia de muchos otros, gracias a mi esfuerzo he logrado perseverar en mi sacerdocio, no como otros que abandonaron el ministerio…”. Si rezara así, mi oración no sería tal, sino unas palabras llenas de soberbia y orgullo.
Ocurre esto mismo entre nosotros. O puede ocurrir. Cuando se nos presenta alguien alegando toda clase de logros y éxitos, debidos a su esfuerzo y a sus propias capacidades, nos causa una cierta repulsa. Pero se nos acerca alguien que reconoce sus carencias y le escuchamos con respeto.

Dios se revela a los humildes y sencillos. No a los soberbios y arrogantes. Perdona a quien reconoce su pecado y se arrepiente. Hasta se hace fiesta en el cielo por ello. El soberbio es incapaz de orar bien, porque se busca sólo a sí mismo. Dios cuenta sólo para justificarse ante él, no para arrepentirse. Y se compara a los demás, que son pecadores. 
P. Teodoro Baztán Basterra

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