domingo, 2 de octubre de 2016

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Domingo XXVII Tiempo Ordinario (C) Reflexión


El evangelio de hoy contiene una de las oraciones más breves, a la vez que necesaria, para nuestra vida cristiana. Los discípulos admiraban a Jesús por lo que era, por lo decía y por lo que hacía. Estaban a gusto con él. Pero se daban cuenta también de que no reunían las condiciones que el Maestro exigía a los que quisieran seguirle. Y le dicen: Señor, auméntanos la fe.

Debe ser también nuestra oración frecuente. Porque la fe puede y debe crecer. Como también puede disminuir. Incluso, morir. La fe no es tanto un cúmulo de creencias que guardamos en una caja de seguridad para que no se pierdan, como si de un tesoro de joyas se tratara. (Saber de memoria el credo, recitarlo y creer con la mente todo lo que en él se contiene. Cosa necesaria).

La fe es, ante todo, un encuentro personal con Dios, no ocasional sino permanente. La fe es adhesión total a la persona de Jesús. Es un modo de vivir que refleja en lo humanamente posible la misma vida de Jesús. La fe es ver todo con “los ojos del evangelio”: el amor y las relaciones humanas, la familia y la sociedad, el trabajo y la política, los acontecimientos buenos o malos. Y sobre todo, “ver” a Dios. Y quien “ve” a Dios, es feliz. Porque el justo vive de la fe.

La fe viene a ser como una planta, que nace pequeñita y necesita arraigar bien en la tierra, cuidarla debidamente, alimentarla, crecer, hasta llegar a ser árbol y dar fruto abundante.

Quien tiene una fe crecida y robusta, sabrá amar como ama Cristo, con amor total, generoso, sacrificado y fecundo. Sabrá perdonar como perdona Cristo. El que así cree no se dejará vencer por las fuerzas del mal, porque el poder de Dios está con él. Será feliz y hará felices a los demás, porque sacia su sed en Dios que es la fuente de toda felicidad. Sufrirá, es verdad, (es propio de la condición humana) pero en el sufrimiento aprenderá a ser solidario con el sufrimiento de los demás, como Cristo desde la cruz.

No es un tópico decir que corren tiempos difíciles para la fe, “tiempos recios”, decía santa Teresa. Surge por dondequiera un cierto desencanto, el escepticismo, la indiferencia, el abandono, y nuestra fe corre el peligro de achicarse y enfriarse, porque quizás se basaba en apoyos meramente humanos: tradición familiar, el qué dirán, costumbre o rutina nada más; o tenemos una fe heredada y no asumida, o practicamos una religiosidad sin contenido bíblico fuerte, una fe no debidamente cultivada a lo largo de nuestra vida.

De ahí la necesidad de acudir nosotros a Cristo para decirle también: Señor, auméntanos la fe. La
planta no crecería, más bien moriría, si el campesino no la cuidara, no la regara, no la abonara, etc. La fe es un regalo de Dios que pone en nuestras manos para que nosotros la cuidemos y cultivemos. Sin nuestro esfuerzo e interés para acrecentarla día a día podría morir. Ha ocurrido en muchos, tristemente. De ahí la necesidad de pedir a Dios su ayuda, y de utilizar todo lo que esté a nuestro alcance para que sea vigorosa y fecunda.

¿Qué medios? Entre otros: la oración, los sacramentos, el estudio de los contenidos de la fe, la lectura frecuente de la biblia, la pertenencia a ciertos grupos, los buenos ejemplos de otros hermanos y sus consejos, los acontecimientos que ocurren a nuestro alrededor (buenos o malos), etc. Y otro medio excelente es comunicar tu fe a otros, (padre o madre de familia, catequista, laico comprometido, etc.).
Y cuando la fe tienda a apagarse o enfriarse, como puede ocurrir en ciertos momentos, situaciones o pruebas, acoger el consejo de San Pablo a su discípulo Timoteo. Le dice: Aviva el fuego de la gracia de Dios. Uno recuerda, siendo niño, cómo había que arrimar más leña al fuego de la cocina y atizarlo para reavivarlo. Igual nuestra fe. Hay que arrimarle la oración, el sacramento y la búsqueda de la voluntad de Dios. Así crece o puede aumentar nuestra fe.

Y ser también valiente, con respeto y delicadeza, para proclamarla y testimoniarla. Es una llamada al apostolado o evangelización. Lo dice también hoy san Pablo a Timoteo y a todos nosotros, curas y seglares: No tengas miedo de dar la cara por nuestro Señor Jesucristo..., porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de valentía, amor y prudencia.

P. Teodoro Baztán Basterra.

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