domingo, 16 de octubre de 2016

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XXIX Domingo del Tiempo Ordinario (C) Reflexión

 El domingo pasado el Señor nos invitaba a orar con la oración de acción de gracias. Hoy nos dice que tenemos que orar siempre sin desanimarnos. 
Viene a decirnos que si el juez de la parábola, que deja tanto que desear, porque ni teme a Dios ni a los hombres, acaba haciendo justicia a una pobre viuda porque le insiste una y otra vez, hasta cansarle, cuánto más Dios, que es santo y justo, atenderá la oración insistente de sus hijos. 

Una verdad que los creyentes de no pueden negar nunca es ésta: Dios escucha siempre la oración de sus hijos. Siempre. Lo mismo que una madre escucha siempre lo que el niño pequeño le dice o cuando le pide algo. Otra cosa es que le dé lo que le pida el niño. Le dará lo que, en su opinión, le convenga o realmente necesite. 

En la oración de petición, lo mejor es presentar al Señor lo que necesitamos y dejar que él actúe. Que se haga su voluntad. Que será para nuestro bien. Sin duda. Es decir, quiere y desea lo que, en su opinión, es lo mejor para nosotros. Dice San Agustín: Cuando pidas a Dios cosas terrenas, que crees necesarias, pon tu plegaria en sus manos para que sea él quien decida. No es el enfermo, sino el médico, quien da la receta.

¿Y qué es la oración? Entre otras cosas, una comunicación de amor, íntima y personal, y también familiar y comunitaria, con Dios y de Dios con nosotros. Algo así como la comunicación entre dos personas que se quieren, que se aman. ¿Se quieren sólo para pedirse cosas? Cuando sea necesario, sí. Pero la relación entre los dos es más que todo eso. 

Pedir favores a Dios: salud y felicidad, éxito en los negocios y buenas cosechas, etc., está bien, pero esta no es la principal, mucho menos la única finalidad o la razón de ser de la oración. Nuestra relación con Dios no debe ser utilitarista o mercantilista. 

Un modelo perfecto de oración es la que nos enseñó el mismo Jesús: el Padrenuestro. En él se contienen siete peticiones; las cuatro primeras se piden para Dios mismo: Que lo reconozcamos y amemos siempre como Padre, que su nombre (o sea, él mismo) sea alabado y santificado por todos; que su Reino (reino de amor, paz, justicia y verdad) se haga una realidad entre nosotros; que sea su voluntad, no tanto la nuestra, la que se cumpla en nosotros.

En la segunda parte se pide para nosotros. Pero solamente una tiene carácter material: el pan de cada día (que también incluye el pan de la palabra y el pan de la eucaristía); en las otras se pide perdón, porque se ha ofendido a aquel a quien se ama, y con tal de que nosotros perdonemos a los demás; que nos ayude a no caer en las tentaciones (aquí reconocemos nuestra debilidad); y que nos libre de todo mal (físico o moral). Así rezan los hijos. Así debemos rezar todos.

Cuando Jesús nos invita y nos enseña a rezar, no quiere propiciar nuestra pereza o inhibición ante los problemas propios o ajenos. Nos enseña a estar siempre abiertos a Dios, a confiar en él y a que nos ayude a cumplir con nuestro deber. Nuestra relación con Dios por la oración nos compromete a luchar contra el pecado y a servir al hermano en todo lo que sea necesario. No le decimos Padre mío, sino nuestro.

Sin la oración nuestra fe se debilitaría y podría desaparecer. Es como si el río se desconectara de la fuente para no depender de ella (Es un decir). Se secaría. (Pasamos, posiblemente, horas y horas ante el televisor, y no somos capaces, quizás, de ponernos en relación con el Dios vivo algunos minutos cada día). Descubrir el valor y sentido de la oración significaría encontrar un tesoro que nos haría felices.

En esta parábola Jesús nos invita a ser perseverantes en la oración. Es tal la insistencia de la pobre viuda al pedir una y otra vez que se le haga justicia que el juez, corrupto e impío, tiene que atenderla al menos para evitar que se le siga molestando. ¡Cuánto más atenderá el Señor, juez misericordioso y padre bueno, las súplicas insistentes de sus hijos!  -  - - Es necesario por tanto orar sin desanimarse, con perseverancia, siempre, con la confianza puesta en aquél que nos ama mucho más de lo que creemos o pensamos. La eucaristía es la oración por excelencia del cristiano, porque es el mismo Jesús que ora con nosotros, en nosotros y por nosotros, como dice San Agustín.

P. Teodoro Baztán Basterra

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