miércoles, 7 de diciembre de 2016

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De la mano de San Agustín (1): Jesucristo, nuestro Señor

Creamos, pues, «en Jesucristo, nuestro Señor, nacido del Espíritu Santo y de la virgen María». Pues también la misma bienaventurada María concibió creyendo a quien alumbró creyendo. Después que se le prometió el hijo, preguntó cómo podía suceder eso, puesto que no conocía varón. En efecto, sólo conocía un modo de concebir y de dar a luz; aunque personalmente no lo había experimentado, había aprendido de otras mujeres -la naturaleza es repetitiva- que el hombre nace del varón y de la mujer. El ángel le dio por respuesta: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, lo que nazca de ti será santo y será llamado Hijo de Dios (Lc 1,35). Tras estas palabras del ángel, ella, llena de fe y habiendo concebido a Cristo antes en su espíritu que en su seno, dijo: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra (Lc 1,38). Cúmplase -dijo- el que una virgen conciba sin semen de varón; nazca del Espíritu Santo y de una mujer virgen aquel en quien renacerá del Espíritu Santo la Iglesia, virgen también. Llámese Hijo de Dios al santo que ha de nacer de madre humana, pero sin padre humano, puesto que fue conveniente que se hiciese hijo del hombre el que de forma admirable nació de Dios Padre sin madre alguna. De esta forma, nacido en aquella carne, de pequeño, salió de un seno cerrado, y en la misma carne, de grande, ya resucitado, entró por puertas cerradas. Estos hechos son asombrosos, porque son divinos; son inefables, porque son también inescrutables; la boca del hombre no es suficiente para explicarlos, porque tampoco lo es el corazón para investigarlos. Creyó María, y se hizo realidad en ella lo que creyó. Creamos también nosotros para que pueda sernos también provechoso lo hecho realidad. Aunque también este nacimiento sea asombroso, piensa, sin embargo, ¡oh hombre!, qué tomó por ti tu Dios, qué el creador por la criatura: Dios que permanece en Dios, el eterno que vive con el eterno, el Hijo igual al Padre, no desdeñó revestirse de la forma de siervo en beneficio de los siervos, reos y pecadores. Y esto no se debe a méritos humanos, pues más bien merecíamos el castigo por nuestros pecados. Pero, si hubiese puesto sus ojos en nuestras maldades, ¿quién los hubiese resistido? (Cf Sal 129,3) Así, pues, por los siervos impíos y pecadores, el Señor se dignó nacer, como siervo y como hombre, «del Espíritu Santo y de la virgen María».
Sermón 215, 4

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