martes, 20 de diciembre de 2016

// //

De la mano de San Agustín (4): Fe e inteligencia; el ver de la Palabra


De estas cosas hacías poco caso, ni mirabas como un hombre, sino como un animal irracional. Te gritó el profeta: No seáis como el caballo y el mulo, que no tienen entendimiento (Sal 31,9), pero en balde. Veías, pues, estas cosas y no les hacías caso. Los prodigios que Dios hace a diario habían perdido valor para ti, no por ser fáciles de realizar, sino por repetidos. Efectivamente, ¿hay algo más difícil de comprender que el nacimiento de un hombre: que al morir se retire a lugares secretos quien existía y que al nacer salga a la luz quien no existía? ¿Qué hay tan admirable, de tan difícil comprensión? En cambio, para Dios es fácil hacerlo. Admira estos hechos, despierta: sabes admirar las cosas insólitas: ¿acaso son más grandiosas que las que estás acostumbrado a ver? Los hombres se asombraron de que nuestro Señor Jesucristo diera de comer a tantos miles con sólo cinco panes (Cf Mt 14,17-21), y no se asombran de que por obra de unos pocos granos se llenen las tierras de mieses. Los hombres vieron que el agua se había convertido en vino y se llenaron de estupor (Cf Jn 2,9-11): ¿qué otra cosa hace la lluvia por medio de la raíz de la vid? El que hizo aquello, hizo esto: esto para tu alimento, aquello para tu admiración. No obstante, lo uno y lo otro es admirable, puesto que son obras de Dios. Ve un hombre algo insólito, y se admira; pero ¿de dónde proviene el que se admira? ¿Dónde estaba? ¿De dónde ha salido? ¿De dónde la configuración de su cuerpo? ¿De dónde la diversificación de sus miembros? ¿De dónde su hermosa apostura? ¿Cuáles fueron sus orígenes? ¡Cuán abyectos! ¡Y se maravilla de otras cosas, siendo el mismo que se admira una inmensa maravilla! ¿De dónde proviene, pues, todo esto que ves sino de aquel a quien no ves? Pero, como había empezado a decir, como estas cosas habían perdido para ti su valor, vino él a realizar obras extraordinarias, para que aun en las ordinarias vieras la mano de tu Hacedor. Vino aquel a quien se dijo: Renueva tus prodigios (Si 36,6); aquel a quien se dijo: Ensalza tus misericordias (Sal 16,7). Pues ya las otorgaba; las otorgaba, pero nadie las admiraba. Vino, pues, hecho pequeño a los pequeños; vino como médico a los enfermos, él que podía venir cuando quisiera, regresar cuando quisiera, hacer lo que quisiera, juzgar como quisiera. Y lo que quisiese era la justicia misma; y lo que él quiere —repito— es la justicia misma. Efectivamente es imposible que sea injusto lo que él quiere, o justo lo que él no quiere. Vino a resucitar a los muertos, y los hombres se maravillaron de que el que a diario trae a la luz a quienes no existían devolviera a la luz a un hombre que ya existía en la luz.
 Sermón 126, 3

0 Reactions to this post

Add Comment

Publicar un comentario