lunes, 9 de enero de 2017

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Bautismo del Señor. Reflexión

Celebramos la última fiesta del ciclo de Navidad. Después de la manifestación del Niño a los Magos, y en ellos a la humanidad, hoy es el Padre quien lo presenta pública y solemnemente al pueblo al inicio de su vida pública. Una vez bautizado Jesús, el cielo se abrió, bajó sobre él el Espíritu Santo y se escuchó la voz del Padre: “Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto”. 

El Espíritu Santo que, según el Génesis, soplaba sobre las aguas de la creación y apareció después en forma de paloma para anunciar el fin del diluvio, actúa de nuevo sobre Jesús, dando a entender que se inicia una nueva creación, un mundo nuevo, la salvación para todos.

La escena tiene lugar junto al río Jordán. Ahí estaba Juan predicando la conversión de los pecados, y preparar de esta forma la venida y acogida del Señor, del Mesías esperado. Su palabra era fuego, su figura ascética, su mensaje exigente. Predicaba y bautizaba a quienes se arrepentían y se comprometían a dejar el pecado.

Y en la fila de quienes pedían el bautismo estaba Jesús. Sorprendente, pues él no tenía pecado alguno de qué arrepentirse, y además, venía a eliminar el pecado de la vida de quienes habían de creer en él. ¿Por qué estaba ahí Jesús? La respuesta la encontramos en Isaías, cundo dice que el Siervo “cargó sobre sí todos nuestros pecados”. El Siervo sería el Mesías, Jesús, como vemos en la primera lectura.
Quiso someterse al bautismo de Juan para indicar con eso que con él entraba en el agua con todos los pecados de la humanidad y que con él, al salir del agua, comenzaba algo totalmente nuevo. Pero eso decía Juan el Bautista: “Yo os bautizo con agua en señal de arrepentimiento. Detrás de mí viene uno con más autoridad que yo. Él os bautizará con agua y con fuego”. Con agua y con el fuego del Espíritu, que es vida.

Con su bautismo en el Jordán acaba la vida oculta de Jesús. Sus años en Nazaret no serán inútiles. Ahí, o en ellos, aprendió el lenguaje, los sentimientos y la cultura de su gente. El hogar de Nazaret fue la única escuela donde aprendió todo eso. No acudió a ningún centro de formación intelectual o religioso. Pero cuando hablaba al pueblo, lo hacía con una autoridad superior a la de los escribas y fariseos, porque lo hacía en sintonía con las gentes del pueblo. Pero sobre todo, porque vivía lo que decía.

El bautismo de Jesús es el prototipo, el modelo más perfecto de nuestro bautismo. Empezamos nuestra vida cristiana siendo bautizados y renacidos por el agua y el Espíritu, es decir, introducidos en la vida de Cristo y constituidos hijos de Dios.

También para nosotros el bautismo es el inicio de una vida pública nueva, aunque nos bauticen de niños. Para eso están los padres, en primer lugar, ayudados por los padrinos. Ellos conducen al niño a una edad adulta como cristianos.

SER bautizados es más que ESTAR bautizados, es decir, que marca nuestra identidad y, por tanto, es una invitación constante a vivir de manera coherente con la fe que decimos tener. Es también dar testimonio con nuestra vida de lo que somos y creemos. Para que este testimonio sea veraz, en segundo lugar, ha de ir acompañado de una constante necesidad de revisión, de actualización, de conversión, para no quedarnos obsoletos, atrasados, desfasados…

El Bautismo es una experiencia comunitaria, que vivimos con otros, y que nos hace parte de una gran familia a la que llamamos Iglesia. Por tanto, recibimos una fe y una vocación que es familiar, comunitaria, con otros, no individualista.

Un cristiano necesita estar en constante estado de conversión. Es decir, vivir de cara a Dios y de espaldas al pecado.

El bautismo nos hace hijos de Dios agradables a sus ojos. Nuestra existencia adquiere desde ese momento una dimensión nueva. Gracias a eso, todo cuanto se haga, el trabajo y el descanso, el sufrimiento y el gozo, se transforma en un culto hecho a Dios en Espíritu y verdad.

La fe que recibimos en el bautismo, que es una vida  nueva por la gracia, debe ir creciendo y madurando toda la vida. Si al nacer a la vida humana, es necesario el alimento frecuente y el cuidado de los padres en el hogar, al nacer a la vida cristiana es igualmente necesario el alimento que Dios prepara cada domingo, o cada día, en la eucaristía.

En ella nos alimentamos con la palabra de Dios y con el mismo cuerpo del Señor. Nos alimentamos también con la oración frecuente.
 P. Teodoro Baztán Basterra.

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