martes, 24 de enero de 2017

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De la mano de San Agustín (13): LA BONDAD DE LA VIUDEZ (4)

Mejor viudez que bigamia

Porque en los tiempos proféticos tenían dispensa las santas mujeres: se veían obligadas a casarse por obediencia y no por concupiscencia para que se propagase el pueblo de Dios y fuesen enviados por delante los profetas de Cristo; el mismo pueblo del que había de nacer la carne de Cristo no era otra cosa que profeta de Cristo en todas aquellas cosas que le acaecían en figura (1Co 10,11), ya en la persona de los que las sabían interpretar, ya en la de los que no sabían. Para que se propagase el pueblo, la sentencia de la ley declaraba maldito al que no propagase el linaje de Israel (Dt 25,5-10). Por eso, las santas mujeres se encendían no en el apetito carnal, sino en la piedad de dar a luz; con razón podemos creer que no hubiesen buscado la unión sexual si los hijos pudieran venir de otro modo.

También a los varones se les permitía tener muchas mujeres. Pero la causa no era la concupiscencia de la carne, sino la providencia de la generación, como se comprueba advirtiendo que, si a los santos varones se les permitía tener muchas mujeres, no se les permitía a las santas mujeres tener varios maridos; hubiesen sido tanto más ruines cuanto más hubiesen apetecido lo que no las hacía más fecundas. He ahí por qué la virtuosa Rut, al carecer de la descendencia que era necesaria en Israel, buscó otro marido de quien recibirla al morírsele el primero. Se casó, pues, dos veces. Pero era más virtuosa la viuda Ana, que solo tuvo un marido, porque mereció ser profetisa de Cristo. No tuvo hijos, o por lo menos la Escritura lo dejó sin declarar; hemos de creer que previó que Cristo iba a nacer de una virgen con el mismo Espíritu con que pudo reconocerle cuando era niño. Con razón, pues, rechazó las segundas nupcias aunque carecía de hijos, si es que carecía de ellos; veía llegado el tiempo en que se serviría a Cristo no con la obligación de parir, sino con el afán de contenerse; mejor con la castidad de las costumbres viudales que con la fecundidad de las entrañas conyugales. Ahora bien, si es que Rut conoció que por su carne se propagaría el linaje del que Cristo había de tomar su cuerpo, y casándose se puso al servicio de ese conocimiento, ya no me atrevo a asegurar que la viudez de Ana fuese más virtuosa que la fecundidad de Rut.

En la nueva ley es mejor renunciar a las segundas nupcias, salvada la incontinencia.
El matrimonio actual es remedio de debilidad y consuelo de compañía

Tú, que ya tienes hijos y vives en el fin del tiempo, en el que ya no es hora de desparramar piedras, sino de recogerlas; no de abrazos, sino de abstenerse de ellos (Si 3,5), recuerda que el Apóstol clama: Esto digo, hermanos: el tiempo es breve; solo queda que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran (1Co 7,29). Si en estas condiciones apetecieras las segundas nupcias, no darías indicios de obsequio a la profecía y a la ley, ni siquiera de deseo carnal de tener hijos, sino solo de incontinencia. Harías lo que advierte el Apóstol, al decir: Bueno es para ellos [solteros y viudas] si permanecen como yo, añadiendo a continuación: Pero si no pueden contenerse, cásense, más vale casarse que abrasarse (1Co 7,8-9). Esto dijo para que el mal de la libido desenfrenada no se precipite en la impureza de las perversidades, cuando puede canalizarse en la honestidad de las nupcias.

Demos gracias a Dios, porque, aunque no quisiste ser virgen, diste a luz a quien lo es; la virginidad de tu hija ha compensado el menoscabo de tu virginidad. La doctrina cristiana, si la interrogamos con diligencia, nos contesta que en este tiempo incluso las primeras nupcias han de desdeñarse si no obsta el impedimento de la incontinencia. Pues el que dijo: Si no pueden contenerse, cásense, pudo haber dicho también: si no tienen hijos, cásense, suponiendo que fuese obligatorio el oficio de propagar los hijos carnales después de la resurrección y predicación de Cristo, como lo era en los primeros tiempos; cuando en todos los pueblos hay tanta abundancia de hijos, han de ser espiritualmente engendrados. Y cuando el Apóstol dice: Quiero que las más jóvenes [viudas] vuelvan a casarse, tengan hijos y gobiernen la casa (1Tm 5,14), recomienda el bien de las nupcias con sobriedad y autoridad apostólicas; pero no impone, por complacer a la ley, obligación de tener hijos a las jóvenes que comprenden el bien de la continencia.

En fin, manifiesta por qué habla así cuando añade: Para que no den al enemigo ocasión de escándalo, porque ya hay algunas que se han extraviado en pos de Satanás (1Tm 5,15). Con estas palabras nos da a entender que quiere que se casen: podrían contenerse mejor que casarse, pero mejor es que se casen y no vayan en pos de Satanás; esto es, miren atrás y caigan y se desmorone aquel su excelente propósito de castidad virginal y vidual.

Por ende, las que no se contienen, cásense antes de profesar continencia, antes de hacer votos a Dios, ya que, si no los cumplen, con justicia son condenadas. En otro lugar dice de esas tales: Una vez que las pasiones las alejan de Cristo, quieren volver a casarse, haciéndose culpables por haber faltado a la primera fe (1Tm 5,11-12); es decir, de su propósito de continencia han torcido la voluntad hacia las bodas; faltaron al primer compromiso, porque antes prometieron lo que después se negaron a cumplir con perseverancia. El bien de las nupcias es siempre un bien; pero en otro tiempo, en el pueblo de Dios era obediencia a la ley, mientras que ahora es un remedio a la debilidad, y en algunos casos consuelo de humanidad. No hay que condenar en el hombre la inclinación cuando quiere engendrar hijos, no al estilo de los perros, que se valen de cualesquiera hembras, sino dentro del honesto orden conyugal. Sin embargo, le supera en excelencia el ánimo cristiano, que piensa en las cosas celestiales (1Co 7,33-34).
B, Vid., VII-VIII

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