martes, 10 de enero de 2017

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De la mano de San Agustín (5): Fe e inteligencia; el ver de la Palabra

Realizó estas cosas y muchos le despreciaron reparando menos en la grandeza de sus obras que en la pequeñez de su autor, como diciendo para sí: «Estas obras son divinas, pero él no es sino un nombre». Tú, pues, ves dos cosas: unos hechos divinos y un hombre; pero, si lo divino sólo puede hacerlo Dios, estate atento, no sea que en el hombre se oculta Dios. Fíjate —repito— en lo que ves y cree lo que no ves. Quien te llamó a creer, no te abandonó. Aunque te ordenó creer lo que no puedes ver, no te dejó sin ver algo, a partir de lo cual puedas creer lo que no ves. ¿Acaso las criaturas mismas son signos pequeños, indicios insignificantes del creador? Vino también, hizo milagros. No podías ver a Dios, pero podías ver al hombre: Dios se hizo hombre para que en un único hombre tuvieras algo que ver y algo que creer. En el principio existía la Palabra, y la palabra estaba en Dios, y la Palabra era Dios (Jn 1,1). Lo oyes, pero aún no lo ves. Más de ahí que viene, que nace, que proviene de una mujer el que hizo al varón y a la mujer. El que hizo al varón y a la mujer no fue hecho por un varón y una mujer. Quizá ibas a despreciar el hecho de que naciera; no desprecias el modo de su nacimiento, puesto que existía siempre desde antes de nacer. Advierte —repito— que asumió un cuerpo, se revistó de carne, salió del vientre materno. ¿No lo ves ya? ¿Lo ves ya —repito—? Pregunto a la carne, pero muestro su carne: algo ves y algo no ves. Fíjate en el parto mismo: advierte que ya hay dos cosas, una que ves y otra que no ves, pero con la finalidad de que creas lo que no ves por medio de lo que ves. Comenzabas a despreciarlo al ver que ha nacido; cree lo que no ves, dado que nació de una virgen. ¡Qué pequeño es —dice— el que ha nacido! Pero ¡cuán grande es el que nació de una virgen! El que nació de una virgen te aportó algo que resulta milagroso en el mundo temporal: no haber nacido de padre, es decir, de padre humano, aunque nació de la carne. Pero no te parezca imposible el que haya nacido sólo de madre el que creó al hombre antes que al padre y a la madre.

Te aportó, pues, algo que resulta milagroso en el mundo temporal para que le busques y admires su ser eterno. En efecto, él mismo que, como esposo salió de su lecho nupcial (Cf Sal 18,6), es decir, del seno virginal, donde contrajeron santas nupcias, la Palabra y la carne; te aportó —repito— algo que resulta milagroso en el mundo temporal; pero él es eterno, tan eterno como su Padre, él es la Palabra que existía al principio, la Palabra que estaba con Dios y la Palabra que era Dios (Jn 1,1). Para que pudieras ver lo que veías hizo para ti algo con que sanases. Lo que hallas despreciable en Cristo no es todavía el objeto de contemplación del hombre sanado, sino la medicación para el enfermo. No te apresures por llegar a la visión de los sanos. Los ángeles ven, gozan, se alimentan y viven; ni viene a faltar ni disminuye su alimento. En los tronos sublimes, en las regiones por encima de los cielos, los ángeles ven la Palabra y gozan de ella, la comen y permanecen en el ser. Mas para que el hombre comiera el pan de los ángeles, el Señor de los ángeles se hizo hombre. Tal es nuestra Salud: medicina para los enfermos y manjar para los sanos.

El Señor hablaba a los hombres y les decía lo que habéis oído: El Hijo no puede hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre (Jn 5,19). ¿Hay ya alguien —pensamos— que lo comprenda?¿Hay ya alguien —pensamos— al que el colirio de la carne le fue tan provechoso que le permitió ver de algún modo el esplendor de la divinidad? Habló él, hablemos también nosotros; él, porque es la Palabra; nosotros, porque venimos de la Palabra. Mas ¿cómo es que venimos de alguna manera de la Palabra? Porque fuimos hechos por la Palabra a semejanza de la Palabra. Así, pues, en cuanto comprendemos, en cuanto podemos participar en su condición de inefable, hablemos también nosotros y que nadie nos contradiga. Pues nuestra fe ha dado un paso adelante, para que digamos: He creído; por eso he hablado (Sal 115,10). Digo, pues, lo que creo; si también llego a verlo de alguna manera, él lo ve mejor; a vosotros no os es posible verlo. Mas, una vez que lo haya dicho, ¿qué me importa que quien ve lo que he dicho crea o no crea que también yo lo veo? Que él lo vea verdaderamente, y crea de mí lo que quiera.
S 126, 4-5

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