sábado, 7 de enero de 2017

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La Manifestación del Señor (2)

Pero, y el dato no ha de pasarse por alto, esta iluminación de los magos se constituyó en el gran testimonio de la ceguera de los judíos. Aquéllos buscaban en la tierra de éstos al que éstos no reconocían en la propia. Entre ellos encontraron, sin habla, al que los judíos negaron cuando enseñaba. Estos peregrinos que venían de lejos adoraron a Cristo, niño que aún no hablaba, allí donde los conciudadanos le crucificaron cuando, ya adulto, obraba milagros. Los magos le reconocieron como Dios en la pequeñez de sus miembros; los judíos ni siquiera le perdonaron como hombre cuando hacía obras grandiosas. ¡Como si fuera mayor cosa ver una nueva estrella reluciente en el día de su nacimiento que ver al sol llorar en el día de su muerte! Pero aquella misma estrella que condujo a los magos hasta el lugar en que se hallaba el Dios niño con su madre virgen y que ciertamente podía haberlos guiado hasta la ciudad misma, se ocultó y no volvió a aparecérseles hasta que hubieron preguntado a los judíos en qué ciudad tenía que nacer Cristo, para que la nombrasen conforme al testimonio de la Sagrada Escritura y dijeran: En Belén de Judá. Así está escrito: Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres la menor entre las ciudades de Judá, pues de ti saldrá el jefe que regirá a mi pueblo Israel (Mt 2,5-6). ¿Qué otra cosa quiso significar con esto la divina Providencia sino que quedarían en posesión de los judíos las únicas Escrituras divinas con las que los gentiles iban a ser instruidos y ellos cegados; que ellos las llevarían no como apoyo para su salvación, sino como testimonio de la nuestra? Pues hoy mismo, cuando presentamos las profecías sobre Cristo, aclaradas ya a la luz de los hechos acaecidos, si por casualidad nos dijesen los paganos a quienes queremos ganar que esas cosas no fueron predichas con anterioridad, sino después de ocurrido lo anunciado, de forma que lo que se piensa ser una profecía fue una invención de los cristianos, echamos mano a los códices de los judíos para eliminar la duda de los paganos. Paganos que ya estaban figurados en aquellos magos a quienes los judíos instruyeron con las divinas Escrituras acerca de la ciudad en que nació Cristo, a quien ellos ni buscaban ni reconocían.
 Ahora, pues, amadísimos, hijos y herederos de la gracia, considerad vuestra vocación y, una vez manifestado Cristo a los judíos y a los gentiles, adheríos a él como a piedra angular (Cf Ef 2,20) con un amor que no conoce pausa. En efecto, en los comienzos de su infancia se manifestó tanto a los que estaban cerca como a los que estaban lejos (Cf Ef 2,17). A los judíos, en los pastores llegados de cerca, y a los gentiles, en los magos llegados de lejos. Aquéllos llegaron el mismo día que nació; éstos, según se cree, el día de hoy. Se les manifestó, pues, sin que los primeros fueran sabios ni los segundos justos, pues en la rusticidad de los pastores predomina la ignorancia, y en los ritos sacrílegos de los magos, la impiedad. A unos y a otros los unió en sí aquella piedra angular que vino a elegir lo necio del mundo para confundir a los sabios (Cf 1Co 1,27), y a llamar no a los justos, sino a los pecadore (Cf Mt 9,13), para que nadie, por grande que sea, se ensoberbezca y nadie, aunque sea el menor, pierda la esperanza. Así se explica que los escribas y fariseos, aunque se creían muy sabios y justos, al mismo tiempo que, leyendo los divinos oráculos, mostraron la ciudad en que debía de nacer (Cf Mt 2,4-6), en cuanto constructores lo rechazaron. Mas como se convirtió en cabeza de ángulo (Cf Sal 117,22), lo que mostró en su nacimiento lo cumplió en su pasión. Adhirámonos a él en compañía de la otra pared en que están los restos de Israel que, por elección gratuita, se han salvado (Cf Rm 11,5). Ellos, que habían de unirse desde cerca, están simbolizados en los pastores, para que también nosotros, cuya vocación significaba la llegada de lejos de los magos, permanezcamos en él no ya como peregrinos e inquilinos, sino como conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados con ellos sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo Cristo la piedra angular; él que hizo de los dos pueblos uno solo (Cf Ef 2,11-12), para que en el uno amemos la unidad y poseamos una caridad infatigable para recuperar a las ramas que, proviniendo del acebuche, fueron injertadas también (Cf Rm 11,17-24); pero, desgajadas por la soberbia, se convirtieron en herejes. Poderoso es Dios para injertarlos de nuevo.
S 200, 3-4

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