miércoles, 8 de marzo de 2017

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LA SAMARITANA (3)

6.    El agua que yo le daré…

No ocurre lo mismo con el agua que Cristo nos da. Es agua viva, abundante, fecundadora y permanente. Él es la fuente y quien beba de ella no tendrá sed jamás. Y, como si esto fuera poco, que no le es, añade: Pues el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en manantial que brota dando vida eterna. Estúpido sería, con perdón, quien, desfallecido por la sed, se limitara a humedecer su boca con un pañuelo empapado en agua, y no acudiera a la fuente del pueblo, donde el agua mana y corre abundantemente. Necio sería quien, teniendo a mano una fuente de agua viva que sacia para siempre, Cristo, acudiera a fuentes de aguas rete-nidas que calman momentáneamente la sed y nunca satisfacen del todo.

El agua que Cristo nos da es el Espíritu Santo. Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba quien cree en mí. Así dice la Escritura: “De sus entrañas manarán ríos de agua viva”. Se refería al Espíritu Santo que habían de recibir los creyentes en él (Jn 7,37-39). Estas palabras no figuran en el diálogo con la Samaritana, sino en otro lugar del evangelio. Son verdaderamente sorprendentes y gratificantes. ¿Por qué?: Cristo es la fuente, y, al creer en él y vivir unidos a él, instala en nuestro interior un manantial de agua viva. O mejor, él mismo se instala en nuestro interior como fuente y vida.

¿Cabe regalo más espléndido? Regalo que nos compromete a vivir unidos siempre a él para que, a través de nosotros, pueda “dar de beber” a otros.

El Espíritu es agua que no se ve, pero que vivifica. No corre en riachuelos ni en grandes ríos, pero riega la tierra en sequía. Es fuente del mayor consuelo y descanso en nuestro esfuerzo, lava las manchas e infunde calor de vida en el hielo. Así reza el himno al Espíritu Santo en la liturgia de Pentecostés. Tampoco se ve cómo trepa hasta lo más alto del árbol la savia que sube desde la raíz, y, sin embargo, va llena de vida y produce vida. Tampoco se ve, aunque se siente, el aire o el viento, y sin embargo refresca, purifica.

Y porque no veía la Samaritana el agua de la que le hablaba “el sediento”, le dice: El pozo es profundo, ¿de dónde sacas el agua viva? Pero, ante las palabras de Jesús, le pide que le dé de beber de esa agua para no tener nunca sed y no tener que ir frecuentemente al pozo para sacar agua. Es que no entiende todavía el verdadero significado de la propuesta del Señor.

7.    Dame de esa agua

En este diálogo Jesús se va revelando poco a poco. A cada propuesta, surge en la mujer una pregunta o la petición de lo que se le ofrece. O la duda. ¿Cómo y por qué creer a quien está sediento y al mismo tiempo ofrece agua? Pero pronuncia unas  palabras que pueden constituir una brevísima y muy hermosa oración para todos nosotros: Señor, dame de esa agua, para que no tenga sed.

Hasta ahí, de forma ascendente y progresiva, la ha ido llevando el Señor. Es lo que él buscaba y esperaba.

La oración arranca de la apertura a la palabra de Dios proclamada y escucha-da. Supone un dejarse llevar por un susurro que suena en nuestro interior para acoger el don que Dios nos ofrece. El fluir del agua en la fuente del pueblo o al pie de la montaña atrae al sediento y se acerca a ella para saciar su sed. El fluir de la palabra de Dios, fuente de agua viva, produce un sonido suave y fuerte (suaviter fortiterque, decimos en latín), y que, nunca mejor dicho, sabe a música celestial.

En la oración es Dios quien tiene la iniciativa. Como ocurrió en el diálogo con la Samaritana. Él conoce tu interior y sabe que estás sediento, y se acerca a ti, y te habla. ¿Que no le oyes? Será porque tu atención la tienes dirigida a otras fuentes de agua retenida. Sigue el consejo de san Agustín, que dice: No te desparra-mes hacia las cosas de fuera, entra dentro de ti mismo, en el hombre interior habita la verdad (De vera rel. 39, 72). Entra dentro de ti buscando la fuente de la verdad, que es el mismo Dios. Y bebe en ella hasta sa-ciarte del todo. Y nunca más tendrás sed.

Fue esta, aunque con otras palabras, la invitación de Jesús a la Samaritana. La mujer se miró a sí misma y se encontró sedienta de esa agua que, gustada y bebida, calmaba la sed para siempre. No entendía, pero la pide. Poco a poco se iba despertando su fe. Porque la fe brota y se cultiva desde el interior de cada cual, donde habita la verdad. Estaba ya comenzando a beber de la fuente que acababa de encontrar.

De manera que le estaba ofreciendo un manjar apetitoso y la saciedad del Espíritu Santo, pero ella no lo acababa de entender; y como no lo entendía, ¿qué respondió?  La mujer le dice: «Señor, dame esa agua: así no tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla.» Por una parte, su indigencia la forzaba al trabajo, pero, por otra, su debilidad rehuía el trabajo. Ojalá hubiera podido escuchar: Venid a mí todos los que estáis cansa-dos y agobiados, y yo os aliviaré. Esto era precisamente lo que Jesús quería darle a en-tender, para que no se sintiera ya agobiada; pero la mujer aún no lo entendía (In Jn ev. 15, 17).
P.   Teodoro Baztán Basterra.
Tomado del libro: Bebieron de la Fuente.

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