lunes, 13 de marzo de 2017

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ZAQUEO (1) Lucas 19, 1-10

No deja de ser simpática e interesante la escena que nos presenta el evangelio de Lucas con este personaje “público”, pequeño y curioso. Zaqueo era un publicano; es decir, ejercía un oficio público. Se denominaba así especialmente a los recaudadores de impuestos a favor del Imperio. Por eso, no sólo eran mal vistos y despreciados, sino que eran también considerados pecadores.

 Jesús siempre en camino.

Es otra de las características del evangelio de Lucas. Comienza su ministerio en Galilea y camina, subiendo a Jerusalén, dando rodeos, sí, pero siempre hacia arriba, haciendo el bien por donde pasa, haciéndose el encontradizo con todos, diciendo siempre una palabra de vida, aclamado por el pueblo e incomprendido por los que se consideran buenos y observantes a rajatabla de la ley.

Y en este caminar se encuentra con otro “caminante”. Caminante de corto re-corrido, pero caminante también. Porque Zaqueo ha salido de su casa y se ha ido acercando hasta el lugar por donde iba a pasar Jesús. Y se encuentran los dos.

Pero, antes, Zaqueo ha tenido que superar algunas dificultades. Entre otras, la muchedumbre que se interponía ante él por su pequeña estatura. La muchedumbre, reunida a ambos lados de la calle por donde venía Jesús, le impedía ver-lo, dado lo poco que alzaba del suelo.

Pero si corta era su estatura, larga era su curiosidad. Si alta era la barrera de gente que tenía delante de sí, mayor era, aunque en ese momento no la sentía, la necesidad de un encuentro con quien venía a ofrecerle la salvación y una vida nueva. Por eso no se anda en “chiquitas”, y nunca mejor dicho, y trepa a lo alto de un árbol.

¿Qué nos sugiere todo esto a nosotros, pequeños Zaqueos, necesitados también de un encuentro personal con Cristo? Se me ocurren varias pistas o res-puestas a este interrogante.

 Somos pequeños

Somos pequeños si caminamos muy a ras del suelo; es decir, conformes con lo que somos, y mediocres en lo que a la vida en el Espíritu se refiere. Lo somos también si la soberbia nos achica, si el orgullo y el amor propio nos empequeñecen; si miramos más la tierra que pisamos que “un poco más allá y más arriba”.

Somos “pequeños de estatura” si nos creemos el centro del mundo que nos rodea (la familia, los amigos…), si nos miramos por dentro y nos encontramos llenos de nada; es decir, vacíos. 

Somos pequeños si nuestra fe no ha seguido creciendo, si nuestra vida de pie-dad se ha quedado estancada, si hemos puesto un límite al amor a Dios y a los hermanos, cuando sabemos que la medida del amor es el amor sin medida (Ep 109, 2).

Somos pequeños si no acabamos de sacudirnos o liberarnos de ciertas actitudes de pecado que nos oprimen y nos impiden crecer: la tibieza en nuestra vida de oración, la rebeldía interior ante palabras, gestos o situaciones que nos des-agradan, el temor o miedo al futuro, la desconfianza y frialdad en el trato con los hermanos, una cierta frustración por no ser o no tener más, las pequeñas envidias, la preocupación excesiva por la salud física y una cierta obsesión por cual-quier enfermedad… Todos los pecados achican, y los graves matan.

Somos pequeños si nos instalamos en un estilo de vida cómodo, seguro, sin grandes preocupaciones ni necesidades graves (alimento, vestido, medicinas, etc.). Si nos despreocupamos de los demás y no pensamos en sus problemas y necesidades más apremiantes. Y también si nos consideramos muy observantes y fieles cumplidores de los mandamientos de Dios y de la Iglesia, por aquello de que “dime de qué alardeas y te diré quién o qué eres”.

Somos pequeños si el amor al otro, al hermano, a quien sea, se mueve sólo en el ámbito del respeto, la cortesía y las buenas maneras, y no en el de la donación gratuita y generosa.

Somos pequeños si nuestra vida de cristianos se ha ido convirtiendo en costumbre, en un “ir tirando”
Nos hemos vuelto, quizás, “paticortos” en el espíritu, si hemos perdido la capacidad de asombro, admiración y agradecimiento por todo lo que hace el Señor con nosotros.

Otra cosa es ser pequeños o hacerse como niños según el evangelio, es decir, sencillos e inocentes. El niño es pequeño, pero está en proceso de crecimiento, no está paralizado o estancado en su desarrollo. El niño es pequeño físicamente y un día dejará de serlo, porque seguirá creciendo.

Piensa ahora en qué aspectos de tu vida de fe te consideras “pequeño” y por qué. No valdría la pena acostumbrarte a ello, sino, más bien, intentar ir “creciendo” hasta llegar a la madurez de Cristo.

Tomado del Libro Bebieron de la Fuente
P. Teodoro Baztán Basterra

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