miércoles, 15 de marzo de 2017

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ZAQUEO (3) Lucas 19, 1-10

 Zaqueo se creció subiendo a un árbol.

a)  Se creció. Hay un párrafo muy hermoso en la carta a los Efesios, en el que san Pablo nos invita a crecer hasta alcanzar la medida de Jesucristo. Es éste: “Él (Cristo) ha constituido a unos apóstoles, a otros profetas, a otros evangelistas, a otros pastores y doctores, para el perfeccionamiento de los fieles en función de su ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo; hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al Hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud. Para que no seamos niños sacudidos por las olas y llevados al retortero por todo viento de doctrina, por el engaño de la astucia humana, por los trucos del error. Al revés, con la sinceridad del amor, crezcamos hasta alcanzar del todo al que es la cabeza, Cristo” (Ef 4, 11-15)

Y también en la carta a los Tesalonicenses nos invita a lo mismo, pero referido al crecimiento en el amor. Dice: “Que el Señor os haga crecer más y más en el amor entre vosotros y para con todos, como nosotros lo tenemos para con vosotros” (1 Tes 3, 12).

Y Jesús en el evangelio dice que el Reino de los cielos es semejante a un grano de mostaza que se siembra, nace y va creciendo: “Les propuso otra parábola: "El reino de Dios es como un grano de mostaza que toma un hombre y lo siembra en su campo. Es más menudo que las demás semillas; pero, cuando crece…, se hace un árbol, vienen los pájaros y anidan en sus ramas” (Mt 13, 31).

Es decir, al camino de nuestra fe no se le puede poner un límite, un “hasta aquí y nada más”. El amor debe ir madurando siempre. Recordemos las palabras de Agustín: La medida del amor es el amor sin medida. Como el río que va creciendo desde que nace en su fuente hasta llegar al mar. Si Pablo pone como medida a Jesucristo, nunca la  alcanzaremos en este mundo, es verdad, pero hacia ella debemos tender siempre.

Zaqueo no conocía estos párrafos bíblicos. Sin embargo, inició un camino de crecimiento hacia arriba y hacia adelante, pero, sobre todo, hacia su interior. Mejor dicho, ese crecimiento interior lo recibiría del mismo Cristo.

b) Subió a un árbol. Nadie crece por sí mismo o sólo desde sí mismo, sin ayuda de fuera. El niño, desde que nace, y aun antes de nacer, va recibiendo el alimento apropiado y los cuidados precisos para su normal desarrollo. Las plantas necesitan la tierra buena, el agua, la luz del sol, el abono apropiado y el cuidado del agricultor. Al río, que nace pequeñito, le va llegando el agua de otros riachuelos hasta hacerse ancho y profundo. Todo ser viviente crece hasta alcanzar su propia medida. La medida, para el cristiano, es Cristo y hacia ella debe tender siempre. 

Tienes a tu alcance medios muy eficaces para crecer en la fe. Y en el camino de tu vida encontrarás más de un “árbol” para subirte a él para poder ver a Cristo. Sugiero, entre otros:

A) La Palabra de Dios.
No hay “árbol” más vivo, más fuerte y más accesible que la palabra de Dios. Es palabra viva, no letra muerta. Es palabra que el mismo Dios ha pronunciado. Habla, y surge el mundo de la nada; habla, y crea la vida; habla, y su Palabra, Cristo, llega a nosotros. Se acerca de tal manera, que se hace uno de nosotros, sin dejar lo que Él es: la Palabra eterna del Padre y Dios como Él.

Si la fe es un camino, la Palabra es luz para caminar seguros. Dice el salmo: “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi caminar” (Sal 119 (118), 105). 

La Palabra de Dios, aunque está escrita, puede crecer en nosotros porque es semilla y está viva. “La palabra de Dios crecía, el número de los fieles aumentaba considerablemente en Jerusalén, e incluso muchos sacerdotes abrazaban la fe” (Hech 6, 7).  Recordemos la parábola del sembrador. La palabra es la semilla que se siembra, y crece menos o más, según sea la tierra que la acoge. No solamente es o está viva, sino que además es “eficaz y más aguda que espada de dos filos; ella penetra hasta la división del alma y del espíritu, de las articulaciones y de la médula, y es capaz de juzgar los sentimientos y los pensamientos. (Heb 4, 12).

Volviendo al símil que aparece más arriba, podemos decir que la Palabra es un “árbol”, que en un primer momento fue semilla, que ha crecido y da vida a quienes se acercan para comer de su fruto, o para buscar la sombra en momentos de calor sofocante o leña para los días de intenso frío. Y es a este árbol al que debemos “trepar” para recibir de él la capacidad para “ver” a Jesús.

“La Palabra de Dios, dijo el Papa en una catequesis sobre la vida y las enseñanzas de san Jerónimo, indica al hombre las sendas de la vida, y le revela los secretos de la santidad”. Es decir, indica y revela un camino de realización personal y de santificación.

B) La fe.
Nada hay imposible para el que cree. Lo dice el mismo Jesús cuando le piden que, si puede, cure a un niño epiléptico. “Jesús le dijo: "¡Si puedes...! Todo es posible para el que cree"  (Mc 9, 23). Lo que es lo mismo, el que cree es capaz de derribar o superar, siempre con la ayuda de Dios, cualquier muro de separación entre él y Jesús, no importa su altura y grosor.

Si la simple curiosidad o deseo de ver a Jesús “empujó” a Zaqueo a superar la dificultad que le impedía conseguir su propósito, mucho más si es la fe la que nos impulsa para “ver” al Señor y encontrarnos con él. Tanto, que, en palabras de Jesús, la fe es capaz de mover montañas: “Os aseguro que si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a este monte: Vete de aquí allá, y se trasladaría; nada os sería imposible" (Mt 17,20). 

Dificultades que se pueden superar: Entre otras, la vida matrimonial con todo lo que ello implica, el perdón al hermano de quien hemos recibido una ofensa muy grave, las tentaciones… 

Lo que movió a Zaqueo a subir al árbol fue la curiosidad. Lo que nos mueve a nosotros es la fe. De ahí que tu fe debe ser tan fuerte, tan sólida y tan viva como para encaramarte con ella sobre ti mismo y superar tu miedos, tu indiferencia, tu mediocridad y tu comodidad para encontrarte con el Cristo vivo a quien quieres seguir e imitar, y hacer que él sea la vida de tu misma vida. Si Zaqueo consiguió su propósito, tú también lo podrás conseguir porque cuentas con todas las ayudas para lograrlo.

Tu fe no pude ser un comodín en el que te sientas bien y tranquilo, sino una palanca para lanzarte hacia “arriba”. Más que seguridad, que lo es, la fe es también riesgo y aventura. Es un “árbol” que te hace crecer si te empinas en ella, y no “césped” del prado que te invita sólo a caminar a ras de tierra y descansar y solazarte tranquilamente en ella.

c)  La Iglesia
La Iglesia de Jesús es madre. Nos ha engendrado a la fe, nos alimenta, nos mantiene unidos. Lo expresa así san Agustín comparándola con la maternidad de María: “Lo que María mereció tener en la carne, la Iglesia lo conservó en el espíritu; pero con una diferencia: María dio a luz a uno solo; la Iglesia alumbra a muchos, que han de ser congregados en la unidad por quien es  único” (S 195,2). Como al niño que acaba de nacer de una madre, ella lo alimenta, cuida y ama, así la Iglesia de Jesús con nosotros. En ella nacimos a la fe por el bautismo, nos alimenta con la eucaristía, nos cuida con su amor de madre.

Ella nos lleva de la mano para encontrarnos con Cristo, nos “aúpa” para “ver-lo”, cuida nuestra fe y la anima. ¿No has visto en algún desfile festivo para niños, cómo las mamás o los papás alzan en sus brazos a sus hijos más pequeños para que puedan gozar con lo que ven en el desfile? Así la Iglesia con nosotros. Ella fue semilla que Jesús sembró en la tierra, nació en Pentecostés vigorosa y fecunda, y fue creciendo hasta hacerse árbol frondoso y grande, extendida por toda la tierra.

Somos miembros de ella, como las ramas son parte del árbol. Con ella formamos el Cuerpo de Cristo. En ella -“trepados” en ella- nos unimos vitalmente a Cristo que es nuestra cabeza. 

Amémosla como a madre, con el mismo amor con que amamos a Dios nuestro Padre. Nos invita a ello san Agustín: Amemos al Señor, Dios nuestro; amemos a su Iglesia; a El como Padre, a ella como madre; a El como a Señor, a ella como a Esclava, porque somos hijos de la Esclava (En. in ps. 88, 2, 14).

  D) María
“Per Mariam ad Iesum”. María es la memoria viva de Jesús. Lo era para los primeros cristianos y lo es también para nosotros. Nadie lo conoce como ella, nadie lo ama tanto como lo amó ella. Si Cristo se hace camino para llegar al Padre, María es camino para llegar a Jesús. Nada quiere para sí. Todo, para su Hijo. Es madre de la Iglesia, madre de cada uno de nosotros. Como madre nuestra, nos “aúpa” también para que podamos “ver” a su Hijo. Como Madre de Jesús, nos lo muestra o nos lo presenta para que lo acojamos y lo amemos.

No cabe un “árbol” mejor o un camino más seguro para llegar a Jesús y “ver-le”. De ahí que sea muy conveniente recurrir a María en los momentos de desolación o tristeza. Habrás experimentado en más de una ocasión que María te ha llevado hasta su Hijo.

  E) La comunidad parroquial vivida en fraternidad
La comunidad parroquial vivida en fraternidad, con su carisma propio, en la que está Jesús. Recuerda: Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos  (Mt 18, 20). La comunidad viene a ser sacramento de la presencia de Jesús cuando vivimos en comunión fraterna. Nos reunimos y escuchamos su Palabra, celebramos nuestra fe, compartimos su amor, nos alimentamos de su mismo Cuerpo en la eucaristía, y su Espíritu anima nuestra esperanza.

En ella, cual “árbol” lleno de vida, encontramos al Señor y nos encontramos unos con otros en el mismo Jesús. Si san Agustín nos invita en su Regla a los monjes a honrar los unos en los otros a Dios, de quien hemos sido templos, podemos decir también que vemos a Dios en los hermanos porque habita en cada uno de ellos. Sólo hay que saber mirar, es decir, saber que el hermano es medio para llegar al Señor que habita en él, y amarle.

Ama al hermano, porque si amas al hermano a quien ves, en él mismo verás también al mismo Dios, a quien no ves; ya que verás al mismo amor, y dentro del amor habita Dios” (Cf In Ep. Jn. ad Parthos 5, 7).

En cambio, tú, porque todavía no ves a Dios, amando al prójimo mereces verlo; amando al prójimo limpias tus ojos para ver a Dios… Ama, pus, al prójimo y en ti mira la fuente del amor al prójimo; como puedas, verás allí a Dios (In Io. tr. 17, 8)

Tú verás si todavía tratas o consideras al otro como un hermano o un extraño. Nada debería impedirte ver al Señor en el hermano. Sin embargo, se pueden interponer sus fallos que no perdonas, sus manías que no te agradan, tu propia ceguera personal, tu cerrazón en ti mismo, tu egoísmo o tu soberbia. Pero todos estos muros son superables.

Sin duda que habrás experimentado en más de una ocasión que al amar al hermano estás, en lo que cabe, “viendo” en él a Cristo. El hermano, quienquiera que él sea, es otro “árbol al que puedes subir” para “ver” a Cristo que pasa.
Tomado del Libro  Bebieron de la Fuente
P. Teodoro Baztán Basterra

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