sábado, 15 de abril de 2017

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VIGILIA PASCUAL- Reflexión

La Vigilia Pascual es la celebración más importante del año litúrgico, puesto que en ella celebramos el centro de nuestra fe. Ninguna otra fiesta tendría sentido alguno si no se hubiera producido la resurrección de Jesucristo. Y nuestra fe, tampoco. No somos seguidores de un muerto, sino de alguien que pasó por la muerte y está vivo, porque resucitó.

La celebración litúrgica de esta noche está llena de signos muy expresivos: En primer lugar, la luz. Hemos comenzado la vigilia con las luces apagadas, en la oscuridad, y entre todos hemos llenado la iglesia de luz. Primero hemos encendido con fuego nuevo el cirio pascual, que representa a Cristo resucitado, a Jesús que vive hoy: por eso el cirio tiene grabadas las cifras del año 2017.

Estaba apagado, como habían apagado la vida de Jesús en la cruz. Y lo hemos encendido porque Cristo ha pasado de la muerte a la luz de la vida. Y nosotros, que por nuestro pecado estábamos en la oscuridad de la muerte, hemos encendido nuestras velas; es decir, hemos sido iluminados por él y hemos iluminado toda la iglesia con la luz que hemos recibido de Cristo vivo.

Es la Pascua de Jesús y también nuestra pascua. Porque en él todos hemos resucitado. Y hemos resucitado para iluminar y dar vida también nosotros. ¿Cómo podemos iluminar? Manteniendo viva la llama de nuestra fe y dejándola que brille siempre y que no se apague nunca. Cuando una luz se enciende, la oscuridad desaparece. Si en el entorno en que vivimos hay violencia, pongamos paz; si hay odio, pongamos amor del bueno; si  hay abandono de Dios y de la Iglesia, pongamos cercanía y convicción gozosa; si hay soberbia, pongamos sencillez y humildad cristiana; si hay indiferencia y frialdad para con el hermano que sufre, pongamos delicadeza y cariño; si hay oscuridad, encendamos la pequeña vela de nuestra fe, que, si está unida a la luz de Cristo, irradiará una luz poderosa.

Otro simbolismo muy expresivo es el agua. En el desierto, donde nunca llueve, no hay vida. Ahí donde llueve, se produce el milagro de la vida y florece todo. Cuando recibimos el agua del bautismo, nacimos a la vida nueva, a la vida de la gracia, a la vida en Dios. Por eso renovamos hoy nuestras promesas bautismales o nuestra condición de creyentes en Jesús. Jesús es el agua buena que nos hace renacer siempre a la vida que él nos regala siempre.

Pero volvamos al evangelio de hoy. La idea del cuerpo muerto de Jesús pesaba sobre sus amigos más que la losa del sepulcro. Tres mujeres se disponían a embalsamarlo con aromas. No podían dejarle
así. Amaban a Jesús. Y eran activas. Acuden al sepulcro pensando quién podría ayudarles a correr la piedra que lo tapaba. Y, para su sorpresa, descubren que la sepultura estaba abierta. Abierta y vacía. Y oyen una voz que dice: Jesús, el Nazareno, no está aquí, ha resucitado. La muerte había sido vencida. Cristo no está en la mal llamada paz del sepulcro. No está en la región de los muertos. Nunca encontrarán sus restos, como encuentran los que excavan en las sepulturas de hace cientos o miles de años. Es inútil buscarlo ahí. No está aquí, les dice el ángel a las mujeres. Ha resucitado.

Cristo vive. Y vive para siempre. Vive en cada uno de nosotros. Está aquí, porque nos hemos reunido en su nombre. Y está en la persona del otro, del hermano, del enfermo y del más pobre. En tu corazón y en el mío. En la eucaristía que celebramos, en la Palabra que se proclama. Es camino y también compañero de viaje. Somos discípulos y seguidores de alguien que vive y nos comunica vida.

El sepulcro vacío de Jesús anuncia que todos los sepulcros han de quedar vacíos un día. Porque resucitaremos también nosotros, porque creemos en él. Vivimos ya, hoy y aquí, una vida nueva y, después, viviremos para siempre con el Dios de la vida.

Esto no es ciencia ficción. Es la realidad más real de todo lo que existe o pueda existir. Pero a la vez es una realidad que nos compromete. Nos compromete a propiciar la vida a nuestro alrededor. A defenderla. A rechazar todo lo que la puede destruir, como la guerra, el terrorismo, el odio, la crítica acerba, la represión brutal, el machismo, el aborto, el egoísmo y la marginación del hermano porque es menos que yo o porque tiene menos que yo, la prepotencia, la ambición y la soberbia. Cristo será luz para el mundo si lo somos nosotros con él. Cristo será vida para todo ser humano si ponemos nuestra vida, lo que somos y tenemos, a su servicio, como lo hizo él.

La vida vale la pena únicamente si se da. Como Jesús. Aunque sea de noche, este el día en que actuó el Señor. Sea nuestra alegría y nuestro gozo.

P. Teodoro Baztán Basterra, OAR


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