domingo, 21 de mayo de 2017

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VI DOMINGO DE PASCUA - A- Reflexión

La presencia de Jesús llenaba la vida de los discípulos y de las mujeres que le seguían. Teniendo a Jesús con ellos nada podían temer. Por eso su ausencia sería el colmo de las desdichas. Si Jesús se marcha, los corazones se quedarían vacíos y el grupo no duraría nada. Presagiaban problemas y persecuciones. Si habían matado al Maestro…, también a ellos.

Para un cristiano Jesús es el TODO, lo único absoluto, eso que buscamos con más ahínco. Si nos faltara Jesús, nuestra fe no tendría sentido alguno. Seríamos huérfanos.

Jesús se despide de sus discípulos, pero trata de tranquilizarlos. Tiene que marchar al Padre, les dice, pero su ausencia será sólo relativa.

Les dice: En primer lugar, si conocierais al Padre, os alegraríais de que marchara a Él. Estar con el Padre es lo mejor para mí y para vosotros, porque conmigo tendréis los cielos abiertos para todo.

1.    En segundo lugar, él marcha, pero volverá para llevarnos con Él, mientras tanto va preparando un sitio para nosotros. “En la casa de mi Padre hay muchas estancias o muchos sitios”, les dice.

En tercer lugar, cuando vaya al Padre, Él con el Padre nos mandará un Defensor, el Espíritu Santo, que nos acompañará siempre. Y saldremos ganando, porque Él es la fuerza, el amor, la vida para todos, la luz y el gozo. 

Y en cuarto lugar, con la presencia del Espíritu Santo en nosotros, estaremos ya viviendo aquí y ahora la vida eterna, (consumada en el cielos, inicial aquí). 

 Obras son amores.- Si me amáis guardaréis mis mandamientos. Esto es así porque obras son amores y no buenas razones. Afirmar que amamos a Dios y luego no cumplir con sus mandatos es un absurdo, algo que no tiene sentido, un contrasentido, una mentira. Lo enseña el Maestro en otra ocasión al decir que no el que dice "Señor, Señor" entrará en el reino de los cielos, sino aquel que cumple con la voluntad de Dios.

Yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. Jesús nos promete en este pasaje evangélico que pedirá por nosotros al Padre, a fin de que nos envíe el Espíritu Santo y sea nuestro defensor para siempre. En Pentecostés se cumpliría plenamente la gran promesa de Cristo.

Desde entonces el Espíritu de la Verdad está presente en la Iglesia, para asistirla e impulsarla, para hacer posible su pervivencia en medio de los avatares de la Historia. También está presente en el alma en gracia, llenándola con su luz y animándola con su fuego. Sí, el Espíritu sigue actuando, y si secundamos su acción en nosotros, será posible nuestra propia santificación.

No os dejaré desamparados, volveré. También estas son palabras textuales de Jesús en la última Cena, en aquella noche inolvidable de la Pascua. Hoy, después de tantos años, podemos comprobar que el Señor cumplió, y sigue cumpliendo, su palabra. Él está presente en medio de nosotros, nos perdona cuantas veces sean precisas, nos ayuda a olvidar nuestras penas, nos fortalece para no desalentarnos a pesar de los pesares. Nos favorece una y otra vez por medio de los sacramentos que la Iglesia administra con generosidad y constancia.

Estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere. La razón de nuestra esperanza, de la que habla aquí el apóstol Pedro, es nuestra fe en Cristo resucitado. Esta nuestra esperanza debe dar fuerza y firmeza a nuestra fe en la resurrección de Cristo. 

Como nos dice también San Pedro debemos hablar y actuar siempre “con mansedumbre y  respeto y buena conciencia, para que en aquello mismo en que somos calumniados queden confundidos los que denigran nuestra buena conducta en Cristo”. 

Hoy, más que ayer, sabemos los cristianos que no todos los que nos vean y nos escuchen van a aceptar el mensaje de nuestra esperanza, sino que muchos nos denigrarán. Esto no debe desanimarnos, ni debilitar la firmeza de nuestra fe y de nuestra esperanza, porque, como también sigue diciéndonos el apóstol Pedro, “mejor es padecer haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal”.
P. Teodoro Baztán Basterra

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