domingo, 4 de junio de 2017

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FIESTA DE PENTECOSTÉS - Reflexión

 “Lo que es el alma para el cuerpo del hombre, eso mismo es el Espíritu respecto al Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia”, dice san Agustín. E Iglesia somos todos los bautizados. Y añade el santo: “El Espíritu Santo obra en la Iglesia lo mismo que el alma en todos los miembros de su único Cuerpo”. Y termina el sermón (267) diciendo: “Si queréis recibir la vida del Espíritu Santo, conservad la caridad, amar la verdad y desead la unidad para llegar a la unidad”.

Los ciento veinte discípulos que esperaban con María la venida del Espíritu Santo prometido formaban un grupo. No eran todavía una comunidad cristiana, es decir, Iglesia. Eran, valga la expresión, un cuerpo sin vida, un cadáver. Les faltaba el alma, les faltaba el Espíritu Santo. Vino sobre ellos en Pentecostés y cambió todo. Se produjo en ellos una transformación radical. 

De hombres llenos de miedo a los judíos, pasaron a ser creyentes intrépidos, sin miedo a nada y a nadie. De hombres ignorantes, quedaron llenos de sabiduría y conocimiento pleno de la palabra de Dios. El grupo pasó a ser comunidad de creyentes animada por el Espíritu. Así nació la Iglesia de Jesús.

No pudieron ver ni palpar al Espíritu Santo. Obvio. Pero sintieron la fuerza de su gracia, el amor inquebrantable, la firmeza y solidez de su esperanza, su transformación interior. Como cuando, valga el ejemplo, el ser humano se siente abatido, triste y decaído;  le falta el ánimo, el alma. En esos momentos necesita un espíritu de empuje, iniciativa, optimismo. Lo mismo, pero en un plano muy superior, los primeros creyentes. 

¿Qué hicieron? Salieron a predicar valientemente el evangelio de Jesús. Por ser día de fiesta, había en Jerusalén gentes procedentes de muchos países y que hablaban lenguas diversas. “Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería”. Quienes les oían hablar quedaban desconcertados y admirados, y decían: “Cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua”. 

Ese mismo Espíritu está en nosotros. Se nos comunica a cada uno cuando recibimos los sacramentos, en particular el bautismo y la confirmación, y en otros muchos momentos de nuestra vida de creyentes. Por eso dice hoy san Pablo: “Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu”. 

San Pablo les dice a los corintios: “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? (1 Cor 6, 19). En otra ocasión llegó a Éfeso y encontró a algunos discípulos, y les dijo: “¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando creísteis? Y ellos le respondieron: No, ni siquiera hemos oído si hay un Espíritu Santo” ( Hech 19:1-7).

Quizás nos ocurra lo mismo a nosotros. Es verdad que hemos oído hablar del Espíritu Santo en más de una ocasión, que le glorificamos frecuentemente junto con el Padre y el Hijo, que nos santiguamos también en su nombre en ciertos momentos, que sabemos que es Dios, como el Padre y el Hijo… 
Pero, ¿tenemos conciencia de que habita en nosotros, como el alma en el cuerpo? ¿Estamos convencidos de que es la fuerza en nuestra debilidad, el fuego que nos purifica, el empuje para vivir nuestra fe y testimoniarla, el ánimo en momentos de decaimiento, la vida de nuestra propia vida en cuanto creyentes?

Sin su presencia en nosotros, no podríamos vencer la tentación, ni caminar siguiendo a Jesús, nos ayuda a arraigar nuestra fe, a vivir como verdaderos cristianos, nos empuja a proclamar el evangelio de Jesús.

Todos domos necesarios en la Iglesia. Sin la colaboración de todos los miembros un cuerpo no puede funcionar. Si un miembro se echa para atrás o se resiente, todos sufren. Si un miembro goza, los demás también. Así es la Iglesia. En ella todos somos importantes, por ello es urgente que los cristianos laicos, lo mismo que los sacerdotes, encuentren su lugar dentro de la Iglesia, vivan gozosamente la realidad de su pertenencia a ella. 

Para ello el cristiano tiene que abandonar su pasividad y participar plenamente en la vida de su comunidad. El Espíritu actúa en todos, aunque cada uno reciba un don y una función que desempeñar. Todos somos miembros del cuerpo de Cristo. También Jesús otorga a todos el don de la paz y del perdón no sólo a los apóstoles.

Pidamos hoy y siempre la fuerza del Espíritu Santo para que nos ayude a vivir nuestro ser cristianos desde una experiencia fuerte de Dios en nuestras vidas y desde la certeza de sentirnos enviados a anunciar eso mismo que nosotros vivimos.
P. Teodoro Baztán Basterra. OAR

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