martes, 18 de julio de 2017

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De la mano de San Agustín: AMOR DE DIOS, AMOR DEL MUNDO.

 En esta vida, toda tentación es una lucha entre dos amores: el amor del mundo y el amor de Dios; el que vence de los dos atrae hacia sí, como por gravedad, a su amante. A Dios llegamos con el afecto, no con alas o con los pies. Y, al contrario, nos atan a la tierra los afectos contrarios, no nudos o cadena alguna corporal. Cristo vino a transformar el amor y hacer, de un amante de la tierra, un amante de la vida celestial; por nosotros se hizo hombre quien nos hizo hombres; Dios asumió al hombre para convertir los hombres en dioses. He aquí el combate que tenemos delante: la lucha contra la carne, contra el diablo, contra el mundo. Pero tenemos confianza, puesto que quien concertó el combate es espectador que aporta su ayuda y nos exhorta a que no presumamos de nuestras fuerzas. En efecto, quien presume de ellas, en cuanto hombre que es, presume de las fuerzas de un hombre, y maldito todo el que pone su esperanza en el hombre (1 Jr 17,5). Los mártires, inflamados en la llama de este piadoso y santo amor, hicieron arder el heno de su carne con el roble de su mente, pero llegaron íntegros en su espíritu hasta aquel que les había rendido fuego. En la resurrección de los cuerpos se otorgará el debido honor a la carne que ha despreciado esas mismas cosas. Así, pues, fue sembrada en ignominia para resucitar en gloria.

 Ardiendo en este amor, o, mejor, para que ardamos en él, dice: Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí, y quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí (Mt 10,37.38). No ha eliminado el amor a los padres, a la esposa, a los hijos, sino que lo ha colocado en el lugar que le corresponde. No dijo: «Quien ama», sino: quien ama más que a mí. Es lo que dice la Iglesia en el Cantar de los Cantares: Ordenó en mí el amor (Ct 2,4). Ama a tu padre, pero no más que al Señor; ama a quien te ha engendrado, pero no más que a quien te ha creado. Tu padre te ha engendrado, pero no fue él quien te dio forma, pues él al hacerlo ignoraba quién o cómo ibas a nacer. Tu padre te alimentó, pero no sacó de sí el pan para saciarte. Por último, sea lo que sea lo que tu padre te reserva en la tierra, él muere para que tú le sucedas, y con su muerte te hace sitio en la vida. En cambio, Dios es Padre, y lo que reserva, lo reserva juntamente consigo, para que poseas la herencia junto con el mismo padre y no tengas que esperar a que él muera para sucederle, sino que, permaneciendo siempre en él, te adhieras a quien permanece siempre. Ama, pues, a tu padre, pero no por encima de Dios; ama a tu madre, pero no por encima de la Iglesia, que te engendró para la vida eterna. Finalmente, deduce del amor que sientes por tus padres cuánto debes amar a Dios y a la Iglesia. Pues si tanto ha de amarse a quienes te engendraron para la muerte, ¡con cuánto amor han de ser amados quienes te engendraron para que llegues a la vida eterna y permanezcas por la eternidad! Ama a tu esposa, ama a tus hijos según Dios, inculcándoles que adoren contigo a Dios. Una vez que te hayas unido a él, no has de temer separación alguna. Por tanto, no debes amar más que a Dios a quienes con toda certeza amas mal si descuidas el llevarlos a Dios contigo. Llegará, quizá, la hora del martirio. Quieres confesar a Cristo. Quizá te sobrevenga, por confesarlo, un tormento temporal; quizá la muerte. Tu padre, o tu esposa, o tu hijo te halagarán para que no mueras y con sus halagos te procurarán la muerte. Para que así no suceda, ha de venirte a la mente: Quien ama al padre, o a la madre, o a la esposa más que a mí, no es digno de mí.

Pero el afecto carnal cede ante sus caricias y en cierto modo se deja caer la sensibilidad humana. Recoge el vuelo del vestido, cíñete de valor. ¿Te atormenta el amor carnal? Toma tu cruz y sigue al Señor. También tú mismo Salvador, aunque Dios en la carne, aunque Dios con carne, te dejó ver su sensibilidad humana cuando dijo: Padre, si es posible, pase de m este cáliz (Mt 26,39). Sabía que tal cáliz no podía pasar, pues había venida para beberlo. Había de beber aquel cáliz por propia voluntad no por necesidad. Era omnipotente; si lo hubiera querido, hubiera pasado ciertamente, puesto que era Dios con el Padre, un solo Dios con Dios Padre. Pero en su forma de siervo, en lo que tomó de ti por ti, dejó sentir la voz del hombre, la voz de la carne. Se dignó personificarte a ti en sí para que en su persona proclamases tu debilidad y consiguieras fortaleza. Te mostró la voluntad, sujeta en ti a la tentación, e inmediatamente te enseñó qué voluntad debes anteponer y a cuál. Padre, dijo, si es posible, pase de mí este cáliz. Esta es la voluntad humana; soy hombre, hablo en la forma de siervo: Padre, si es posible, pase este cáliz. Es el grito de la carne, no del espíritu; el grito de la debilidad, no de la divinidad. Si es posible, pase este cáliz. Es ésta la voluntad respecto a la cual se dice incluso a Pedro: Mas, cuando envejezcas, otro te ceñirá, te cogerá y te llevará a donde no quieras (Jn 21,18). ¿A qué se debe, pues, el que también los mártires hayan vencido? A que antepusieron la voluntad del espíritu a la voluntad de la carne. Amaban esta vida y la pesaban en la balanza, y de ahí deducían cuánto había de amarse la eterna si tanto se amaba ésta, perecedera. Quien ha de morir, no quiere morir, y, sin embargo, morirá necesariamente, aunque no cese de rehusar la muerte. Aunque no quieres morir, nada haces en contra, nada realizas, nada consigues: no tienes poder alguno para eliminar la necesidad de morir. Aunque no lo quieras, vendrá lo que temes; aunque lo rehúses, llegará lo que difieres. Es evidente que te esfuerzas por diferir la muerte; ¿acaso por anularla? Por tanto, si los amantes de esta vida se dan tanto que hacer para diferir la muerte, ¡cuánto no hay que esforzarse para hacerla desaparecer! Es cierto que no quieres morir. Cambia tu amor, y te mostrará la muerte; no la que llegará aunque tú no quieras sino la que, si tú lo quieres, no existirá.

 Si, pues, el amor no está totalmente dormido en el corazón, si resplandece una chispa en las cenizas de vuestra carne, si tiene algo de fuerza en tu corazón, estate atento para que no sólo no la apague el viento de la tentación, sino que al contrario, la encienda más vivamente; no ardas como la estopa, que la mínima corriente de aire la apaga, sino como el roble, como el carbón, de forma que el viento te avive. Considera las dos clases de muerte: una temporal, la primera, y otra eterna, la segunda. La primera está dispuesta para todos; la segunda sólo para los malos, los impíos, los infieles, los blasfemos y cualquiera que se oponga a la sana doctrina. Fíjate pon delante de tus ojos estas dos muertes. De serte posible ciertamente querrás no padecer ninguna de las dos. Sé que amas la vida, que no quieres morir, y que querrías pasar de esta vida a la otra no resucitando después de muerto, sino cambiando en vida a un estado mejor. Eso querrías; así se comporta la sensibilidad humana; la misma alma, no sé en qué manera, lo quiere y lo desea. Amando la vida, odia la muerte, y como no odia su carne, ni siquiera a ella quiere que le suceda lo que odia. Pues nadie ha odiado jamás a su carne (Ef 5,29). Este mismo sentimiento muestra el Apóstol cuando dice: Tenemos por don de Dios una morada eterna en los cielos, no una casa hecha por mano humana. Aquí gemimos deseando revestirnos en nuestra morada del cielo. No queremos, dice, ser despojados, sino ser revestidos, en modo que lo mortal sea absorbido por la vida (2Co 5,1-2). No quieres verte despojado, pero lo serás. Más conviene que te esfuerces para que, cuando la muerte te despoje del vestido de carne, te encuentres protegido con la coraza de la fe. Así añadió a continuación: En el caso de ser hallados vestidos y no desnudos (Ibid. 3). La primera muerte, en efecto, te ha de despojar de la carne, que has de abandonar por un espacio de tiempo para recuperarla en el justo momento. Y ello, lo quieras o no, pues no vas a resucitar porque lo quieras o a no resucitar porque no quieras, ni vas a dejar de resucitar por el hecho de no creer en la resurrección. Ya que has de resucitar, quieras o no, es preciso, pues, que te comportes de modo que al resucitar tengas lo que quieres. El mismo Señor Jesús dijo: Llega la hora cuando todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y saldrán, tanto los buenos como los malos; todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y saldrán, y serán sacados fuera de los lugares recónditos. Ninguna creatura sujetará a un muerto ante la voz del creador vivo. Todos, dice, los que estén en los sepulcros oirán su voz y saldrán. Al decir todos causó una cierta confusión y mezcla. Pero escucha la distinción, oye la separación: Los que hicieron el bien, dice, para la resurrección de la vida; quienes el mal, para la resurrección de juicio (Jn 5,28-29). Este juicio, para sufrir el cual resucitan los impíos, recibe el nombre de muerte segunda. ¿Por qué, pues, ¡oh cristiano!, temes la primera? Vendrá aunque tú no lo quieras, llegará aunque tú la rehúses. Quizá puedas redimirte de los bárbaros para que no te maten; te redimes a costa de un gran precio; no perdonas absolutamente a ninguna de tus cosas y hasta despojas a tus hijos; y, una vea redimido, mueres al día siguiente. Es preciso que te redimas del diablo, que te arrastra consigo a la segunda muerte, en que los impíos, colocados a la izquierda, escucharán: Id, malditos al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles (Mt 25,41). De esta segunda muerte es preciso que te redimas. Responderás: «¿Cómo?» No busques cabritos ni becerros, no revuelvas tampoco en tu arca, ni digas en tu interior: «Tenía dinero para redimirme de los bárbaros»; para redimirte de la muerte segunda posee la justicia. El dinero podría quitártelo el bárbaro y luego llevarte cautivo, de forma que carecerías de medios para redimirte al poseer todas tus cosas quien te posee a ti. La justicia no la pierdes si tú no quieres; reside en el tesoro íntimo de tu corazón. Retenía a ella, poséela; con ella te redimirás de la muerte segunda. Muerte que, si no quieres que exista, no existirá, porque existirá aquello con lo que, si quieres, puedes redimirte de esa muerte. La justicia la obtiene del Señor la voluntad y la bebe como en su fuente. Fuente ala que a ninguno está prohibido acercarse si lo hace dignamente. Por último, fíjate en tu ayuda. Tu plata te ha redimido de los bárbaros, tu dinero te ha redimido de la muerte primera; de la muerte segunda te ha redimido la sangre de tu Señor. Tuvo él sangre, con la que nos redimió, y recibió la sangre para tener qué derramar para redimirnos a nosotros. Sí lo quieres, la sangre de tu Señor se ha entregado por ti; pero si no lo quieres, no se ha entregado. Quizá digas: «Mi Dios tuvo sangre para redimirme, pero ya la entregó toda en la pasión. ¿Qué le quedó para entregar por mí?» Aquí está la grandeza: en que la entregó de una vez y la entregó por todos. La sangre de Cristo es salud para quien la quiere y tormento para quien no la quiere. Tú que no quieres morir, ¿por qué dudas en ponerte, más bien, a salvo de la muerte segunda? De ella te verás libre si quieres tomar tu cruz y seguir al Señor, puesto que él tomó la suya y buscó a su siervo. 

Hermanos míos, ¿no son quienes así aman la vida temporal los que más os incitan a amar la eterna? ¡Cuánto no hacen los hombres para vivir unos pocos días! ¿Quién podrá enumerar los esfuerzos y conatos de todos los que quieren vivir, aunque han de morir un poco después? ¡Cuánto no hacen por esos pocos días! ¿Hacemos otro tanto por la vida eterna? ¿Qué voy a decir? ¿Por redimir estos pocos días a vivir en estas tierras? Hablo de pocos días aun en el caso de que el liberado sea anciano; de que, liberado de niño, haya llegado a la decrepitud. Y eso sin hablar de que, redimido hoy, quizá morirá mañana. Ved cuánto hacen por algo incierto, por esos pocos días que no tienen asegurados. ¡En qué cosas no piensan! Si, debido a una enfermedad corporal, van a parar a las manos de un médico y todos los que le examinan y le ven desesperan de que recobre la salud, si se ofrece otro capaz de curar incluso un caso desesperado, ¡cuántas cosas no se le prometen! ¡Cuánto no se le da, aun sin la certeza de que lo curará! Para vivir un poco se abandona hasta aquello de lo que se vive. Y si un padre cae en las manos de un enemigo o de un salteador y le llevan cautivo, los hijos corren para que no le den muerte, para rescatarlo, y gastan lo que él iba a dejarles para liberar a quien desean que vuelva con ellos, ¡Qué instancias, qué ruegos, qué esfuerzos! ¿Quién puede explicarlos? Y, con todo, quiero decir algo aún más grave e increíble, de no ser realidad. ¿Por qué hablar de que los hombres entregan el dinero a cambio de la vida, sin quedarse con nada para sí? ¡Cuánto gastan para vivir con temor y entre fatigas unos cuantos días, no siempre asegurados! ¡Cuánto dan! ¡Ay del género humano! He dicho que para vivir gastaban los recursos de que vivían; escuchad lo que es peor, más grave, más criminal; lo que es, como dije, increíble, de no ser realidad. Para que se les permita vivir un poco de tiempo, entregan incluso aquello con que podrían vivir por siempre. Escuchad y comprended lo que acabo de decir. Aún no lo he esclarecido y ya sacude a algunos, a quienes ya se lo abrió el Señor cuando estaba cerrado. Deja de lado a aquellos que dan y pierden los recursos para vivir, para que se les conceda vivir un poco más. Centrad vuestra atención en los que pierden aquello con que pueden vivir eternamente para que se les conceda el vivir un poco más. ¿De qué se trata? Estoy hablando de la fe, de la piedad, que son como el dinero con el que se adquiere la vida eterna. El enemigo terrificante llegará hasta ti no de frente, sino de lado; no te dirá: «Entrégame tu dinero, si quieres vivir», sino: «Niega a Cristo, si quieres vivir». Si tú haces esto para poder vivir por un poco, pierdes aquello con que podrías vivir por siempre. ¿Es esto amar la vida, oh tú que temías la muerte? Hombre bueno, ¿por qué temías la muerte sino porque amabas la vida? Cristo es la vida. ¿Por qué te apetece la breve, hasta perder la que es segura? ¿O acaso no perdiste la fe, puesto que no tenías nada que perder? Ten, pues, aquello que te permite vivir siempre. Considera cuánto hace tu prójimo para vivir un poquito; considera también cuánto mal hizo quien negó a Cristo por unos pocos días de su vida. Y ¿no quieres tú despreciar esos pocos días de tu vida para no morir nunca, vivir en el día sempiterno, sentirte protegido por tu redentor y asemejarte a los ándeles en el reino eterno? ¿Qué es lo que has amado? ¿Qué lo que has perdido? No has tomado tu cruz para seguir al Señor.
S 344, 1-5

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