martes, 1 de agosto de 2017

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De la mano de San Agustín (1): Las mismas crueldades de la guerra y todas las preocupaciones humanas desean vivamente llegar a la paz final.

De ahí que la paz de los malvados, al lado de la de los justos, no merece el nombre de paz a los ojos de quien sabe anteponer la rectitud a la perversión y el orden al caos. A pesar de todo, el mismo caos necesariamente ha de estar en paz con alguna de las partes en las que se halla, o con las que consta. De otro modo dejaría por completo de existir.

Supongamos a un hombre suspendido cabeza abajo. La situación de su cuerpo y el orden de sus miembros son caóticos: lo que la naturaleza exige estar encima está debajo, y lo que exige estar debajo está encima. Este desorden ha trastornado la paz corporal y, como consecuencia, causa un dolor. A pesar de todo, el alma está en paz con su cuerpo y se preocupa de su salud; por eso hay un hombre que sufre. Y si, acosada por los sufrimientos, el alma se alejara, si los miembros mantienen su trabazón durante algún tiempo, es gracias a una paz que existe entre sus partes, y por eso todavía alguien continúa suspendido. Y este cuerpo terreno, si tiende hacia la tierra y está como retenido por un vínculo de suspensión, es porque aspira al orden que pide su propia paz y está reclamando, por la voz de su pesantez, el lugar de su reposo. Una vez exánime y despojado de todo sentido, no se apartará ya de la paz según el orden de su naturaleza, sea porque ya la posee, sea porque hacia ella tiende. De hecho, si se le aplican al cadáver ciertas sustancias y un tratamiento que impidan la corrupción y la disolución de su integridad, una cierta paz conserva unidas las partes unas a otras, haciendo posible la colocación del cuerpo íntegro en un lugar de la tierra apropiado y, por ende, pacífico. Pero si no se le aplica ningún tratamiento, abandonándolo al proceso natural, tiene lugar una como revolución de vapores hostiles, desagradables a nuestros sentidos -no otra cosa es el hedor percibido- hasta que se reúna con los elementos del mundo, integrándose en las leyes de su paz, poco a poco, partícula por partícula.

Nada hay que pueda sustraerse de las leyes del supremo Creador y ordenador, que regula la paz del universo. En efecto, aunque del cadáver de un animal grande nazcan diminutos animalillos, todos estos seres minúsculos, en virtud de la misma ley del Creador, obedecen en sus propios y diminutos principios vitales a la paz de su salud. Y aunque las carnes de unos animales sean devoradas por otros, siempre encuentran las mismas leyes, extendidas por doquier, con el fin de armonizar en la paz los elementos convenientes para la conservación de cada especie, sea cualquiera el sitio adonde vayan a parar, o los elementos a que llegue a unirse, o las sustancias en que se cambie o se transforme.

 C. de D. XIX, 12, 3

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