De ahí que la paz de los malvados, al lado
de la de los justos, no merece el nombre de paz a los ojos de quien sabe
anteponer la rectitud a la perversión y el orden al caos. A pesar de
todo, el mismo caos necesariamente ha de estar en paz con alguna de las
partes en las que se halla, o con las que consta. De otro modo dejaría
por completo de existir.
Supongamos a un hombre suspendido cabeza abajo. La
situación de su cuerpo y el orden de sus miembros son caóticos: lo que
la naturaleza exige estar encima está debajo, y lo que exige estar
debajo está encima. Este desorden ha trastornado la paz corporal y, como
consecuencia, causa un dolor. A pesar de todo, el alma está en paz con
su cuerpo y se preocupa de su salud; por eso hay un hombre que sufre. Y
si, acosada por los sufrimientos, el alma se alejara, si los miembros
mantienen su trabazón durante algún tiempo, es gracias a una paz que
existe entre sus partes, y por eso todavía alguien continúa suspendido. Y
este cuerpo terreno, si tiende hacia la tierra y está como retenido por
un vínculo de suspensión, es porque aspira al orden que pide su propia
paz y está reclamando, por la voz de su pesantez, el lugar de su reposo.
Una vez exánime y despojado de todo sentido, no se apartará ya de la
paz según el orden de su naturaleza, sea porque ya la posee, sea porque
hacia ella tiende. De hecho, si se le aplican al cadáver ciertas
sustancias y un tratamiento que impidan la corrupción y la disolución de
su integridad, una cierta paz conserva unidas las partes unas a otras,
haciendo posible la colocación del cuerpo íntegro en un lugar de la
tierra apropiado y, por ende, pacífico. Pero si no se le aplica ningún
tratamiento, abandonándolo al proceso natural, tiene lugar una como
revolución de vapores hostiles, desagradables a nuestros sentidos -no
otra cosa es el hedor percibido- hasta que se reúna con los elementos
del mundo, integrándose en las leyes de su paz, poco a poco, partícula
por partícula.
Nada hay que pueda sustraerse de las leyes del
supremo Creador y ordenador, que regula la paz del universo. En efecto,
aunque del cadáver de un animal grande nazcan diminutos animalillos,
todos estos seres minúsculos, en virtud de la misma ley del Creador,
obedecen en sus propios y diminutos principios vitales a la paz de su
salud. Y aunque las carnes de unos animales sean devoradas por otros,
siempre encuentran las mismas leyes, extendidas por doquier, con el fin
de armonizar en la paz los elementos convenientes para la conservación
de cada especie, sea cualquiera el sitio adonde vayan a parar, o los
elementos a que llegue a unirse, o las sustancias en que se cambie o se
transforme.
C. de D. XIX, 12, 3
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