Los has exhortado en tu poder, es decir, en tu Cristo, puesto que la debilidad de Dios es más fuerte que los hombres (1Co 1,25). Y, aunque ha sido crucificado en su debilidad, vive por el poder de Dios27. Los has exhortado en tu poder y en tu santa reparación. En el hecho de que la mortalidad de la carne haya sido reparada en él mediante la resurrección y en él se haya revestido ya de incorrupción esto corruptible, hallamos una exhortación nosotros los que esperamos algo para el futuro, por lo cual toleramos todo lo presente. Después del bautismo queda aún la travesía del desierto, la travesía de la vida que vivimos en la fe, hasta que lleguemos a la tierra de promisión, la tierra de los vivientes, donde el Señor es nuestra porción: a la Jerusalén eterna. Hasta que lleguemos allí, toda esta vida es para nosotros un desierto y una tentación continua. Pero el pueblo de Dios vence todo en aquel que venció al mundo. Como en el bautismo se borran los pecados pasados cual enemigos que nos persiguen por la espalda, de idéntica manera, después del bautismo, en la marcha de esta vida vencemos a todos nuestros adversarios comiendo el alimento y bebiendo la bebida espirituales.
El nombre de nuestro emperador aterrorizó a los enemigos de nuestra vida. Primero se levantó la ira de los gentiles para echar a perder el nombre cristiano; mas, cuando la ira se vio incapaz, se transformó en dolor, y, a medida que la fe crecía más y más y se adueñaba de todo, el dolor se volvió temor, para que hasta los soberbios del mundo, como aves del cielo, busquen refugio y protección a la sombra de aquella planta crecida a partir de un minutísimo grano de mostaza28. Así también, este cántico que conmemora lo que entonces les aconteció a ellos conserva el mismo orden: la ira, el dolor y el temor de los gentiles. Lo escucharon, dice, los gentiles, y se llenaron de ira; los habitantes de Filistea fueron presa del dolor. Entonces se apresuraron, es decir, se turbaron, los príncipes de Edón y los príncipes de los moabitas; se apoderó de ellos el temblor y languidecieron todos los habitantes de Canaán; caiga sobre ellos el temblor y el temor de la grandeza de tu brazo. Vuélvanse como piedras hasta que pase tu pueblo, ¡oh Señor!; hasta que pase el pueblo que adquiriste29. Así se hizo, así se hace. Estupefactos de admiración, los enemigos de la Iglesia se vuelven como piedras hasta que pasemos a la patria. Y quienes intenten ofrecer resistencia, como entonces fueron derrotados por los brazos extendidos de Moisés30, lo serán también ahora con la señal de la cruz del Señor. Así somos introducidos y afincados en el monte de la heredad del Señor, que de la pequeña piedra que vio Daniel creció hasta llenar toda la tierra31. Esta es la morada preparada para el Señor, pues el templo de Dios es santo y la casa que de él procede es santa. El templo de Dios es santo, dice el Apóstol; templo que sois vosotros32. Para que nadie ponga su mirada en la Jerusalén terrena, cuyo templo era una figura pasajera, según convenía, indicó que estaba hablando del reino eterno, que es la heredad de Dios, la Jerusalén eterna. Dijo a continuación: Lo que ha preparado tu mano, ¡oh Señor!, tú que reinas siempre, por siempre y todavía más33. ¿Hay algo que dure más que el por siempre? ¿Quién puede decirlo? ¿Por qué añadió entonces: y todavía más? Puesto que se acostumbra entender por siempre en el sentido de un espacio de tiempo muy largo, quizá por eso añadió: y todavía más, para que se entendiese la auténtica eternidad, que no tiene fin. ¿Habla así, acaso, porque Dios reina siempre en los reinos celestes, que estableció por los siglos de los siglos, y estableció un precepto que no pasará (Sal 148,6); a la vez que reina por siempre en aquellos a quienes, después de convertidos, les perdonó los pecados originados por la transgresión del precepto y los adquirió en un momento preciso y les regaló la felicidad sin fin, y reina todavía en aquellos a los que puso, en medio de suplicios justísimos, a los pies de su pueblo? Pues nadie queda excluido del reinado de aquel cuya ley eterna regula todas las criaturas dentro de un orden justísimo mediante la dialéctica del dar y pedir cuentas y el merecimiento del premio y del castigo. Dios resiste a los soberbios, mientras da su gracia a los humildes (St 4,6). La caballería del faraón entró en el mar con los carros y caballeros, y el Señor dejó caer sobre ellos las aguas del mar. En cambio, los hijos de Israel caminaron a pie enjuto por medio del mar (Ex 15,19).
Esto cantó Moisés con los hijos de Israel; esto profetizó María, y con ella las hijas de Israel; esto cantamos también nosotros ahora, tanto varones como mujeres, tanto nuestro espíritu como nuestra carne. Pues quienes son de Jesucristo, dice el Apóstol, crucificaron su carne junto con sus pasiones y concupiscencias (Ga 5,24). Esto parece adecuado pensar que significa el tambor que tomó María para acompañar el cántico. Para hacer un tambor se extiende la carne sobre un madero; y desde la cruz aprenden a confesar el suave sonido de la gracia. Hechos, pues, humildes, mediante el bautismo, por la gracia de la piedad y apagada en él nuestra soberbia, por la cual dominaba sobre nosotros el soberbio enemigo, a fin de que quien se gloríe, se gloríe en el Señor (1Co 1,31), cantemos al Señor, pues se ha mostrado grande y glorioso; arrojó al mar caballo y caballero (Ex 15,20).
S, 363, 3- 4
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