viernes, 6 de octubre de 2017

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GUSTAR LA DULZURA DIVINA

Pero si no podemos entenderlo mientras vivimos en este cuerpo y peregrinamos alejados del Señor (2Co 5,6), gustemos al menos cuán suave es el Señor (Sal 33,9), que nos dio las arras del Espíritu (2Co 1,22; 5,5), con el que podamos experimentar su dulzura, y codiciemos la fuente misma de la vida, en la que, con sobria embriaguez, seamos regados e inundados, como el árbol plantado al borde de la corriente de agua (Sal 1,3), que da fruto a su tiempo y sus hojas nunca caen. Pues dice el Espíritu Santo: Los hijos de los hombres esperarán a la sombra de tus alas, se embriagarán de las riquezas de tu casa y los abrevarás en el torrente de tus delicias. Porque en ti está la fuente de la vida (Sal 35,8-10). Esa embriaguez no quita el sentido, sino que lo arrebata hacia lo alto y produce el olvido de las cosas terrenas, de modo que podamos decir, de todo corazón: como desea el ciervo las fuentes de agua, así te desea a ti mi alma, ¡oh Dios!(Sal 41,2) 



El Hijo de Dios se hizo hombre por nosotros.
El libre albedrío

Pero si acaso no somos capaces de gustar la dulzura del Señor, a causa de las enfermedades que el alma contrajo por el amor de este mundo, creamos a la autoridad divina que en las Escrituras santas habló acerca de su Hijo, que como dice el Apóstol: vino a ser del linaje de David según la carne (Rm 1,3). Como está escrito en el Evangelio: todo fue creado por Él y sin Él nada se hizo (Jn 1,3). Él se compadeció de nuestra flaqueza, flaqueza que no es obra suya, sino que hemos merecido por nuestra voluntad. Pues Dios hizo al hombre inmortal y le dotó de libre albedrío (Sab 2,23), ya que no sería perfecto si hubiese tenido que cumplir los mandamientos de Dios por la fuerza y no de grado. Todo esto, a mi juicio, es muy fácil de entender, pero no quieren entenderlo los que abandonaron la fe católica y quieren llamarse cristianos. Pues si con nosotros confiesan que la naturaleza humana no se cura sino haciendo el bien, confiesen que no se debilita sino pecando. Por lo tanto, no podemos creer que nuestra alma sea sustancia divina, porque, si lo fuese, no se podría deteriorar ni por su propia voluntad ni por ninguna necesidad imperiosa. Pues es bien sabido que Dios es inmutable para todos aquellos que no se empeñan en disputas, celos y deseos de vanagloria y en hablar de lo que no saben, sino que, con humildad cristiana, perciben la bondad de Dios y le buscan con un corazón sencillo (Sab 1,1). El Hijo de Dios se dignó asumir esta nuestra flaqueza: y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1,14). No porque su eternidad fuera suplantada, sino porque mostró a la mirada mudable humana la criatura mudable que asumió con inmutable majestad.
(Agon., IX, 10-11)

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