domingo, 1 de octubre de 2017

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XXVI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO- A- Reflexión

1.- La parábola de los dos hijos, en el evangelio de este domingo, y la primera lectura del profeta Ezequiel, nos hablan principalmente del tema de la conversión. Una conversión que no sólo es cuestión de palabras, sino, evidentemente, de hechos y actitudes. Ni hay que entenderla tampoco como el cambio de no creer a creer, o de una vida de pecado a vivir en gracia (San Pablo, San Agustín…)

En la vida ordinaria de cualquier cristiano de buena voluntad la conversión es un proceso que tiene que durar toda la vida. Nunca estamos del todo convertidos, porque nunca somos del todo perfectos. En el mismo momento en que un cristiano se creyera del todo perfecto, empezaría inmediatamente a retroceder. Porque la vida es una lucha continua contra impulsos interiores adversos y contra continuas tentaciones del demonio, del mundo y de la carne. 

La vida del hombre es una lucha sobre la tierra, leemos en la Biblia. Se trata de una lucha en la que no podremos considerarnos definitivamente vencedores, hasta el final de nuestra vida. Yo creo que cada uno de nosotros podría hacer suya la famosa frase de San Pablo: “Muchas veces no hago el bien que quiero y hago el mal que no quiero”. Por eso, entre los dos hijos de la parábola de este domingo, preferimos al segundo, al que primero dijo que no, pero después reflexionó y obedeció al padre. Porque reconocemos en él a un hombre frágil, pero sincero, capaz de reflexionar, de reconocer su mala respuesta y, sobre todo, de convertirse y cambiar de actitud. 

Es verdad que la conversión es siempre una gracia de Dios, pero esta gracia no es eficaz sin nuestra colaboración. “Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti” (San Agustín). Dios nos pide a todos, todos los días, que trabajemos en su viña. Cada uno de nosotros somos viña de Dios y viña de Dios es también el mundo entero. 

Ir a trabajar a la viña del Señor es estar dispuesto a arrancar todos los días las malas hierbas que nos nacen en el alma, cuidar nuestra cepa interior y mantener siempre frescos y limpios los sarmientos de nuestras virtudes. Cuidar la viña del alma exige una continua atención a nosotros mismos, porque nuestra vida de fe necesita ser alimentada diariamente, y la corrección de nuestros defectos, de nuestras piedras del alma, es un trabajo y una tarea que nos va a durar toda la vida. Por eso, toda nuestra vida debe ser una vida de conversión al Señor. O de camino gozoso en pos de él.

Jesús nos ha enseñado el camino para llegar a Dios; para convertirnos a él, nos ha dicho que él mismo quiere ser nuestro camino. Y es también caminante, compañero de viaje,  Muchos a los que consideramos pecadores, los publicanos y prostitutas de la parábola, supieron escuchar al Maestro y se convirtieron al evangelio. Por eso llevarán la delantera en el camino del Reino de Dios a todos los que, por creerse ya buenos, no quieren escuchar la llamada de Dios a una conversión continua.

La conversión implica siempre una confianza total en el Señor, que nos ama con amor de ternura. 

2.- Cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo, y practica el derecho y la justicia, él mismo salva su vida. El profeta Ezequiel le dice a su pueblo que la conversión es siempre una tarea personal, no colectiva; que los pecados y las virtudes de sus antepasados no les salvarán ni les condenarán. El malvado que se convierta se salvará, si recapacita y se convierte de los delitos cometidos. Cada uno de nosotros somos responsables de nuestra propia salvación; ante Dios no podremos echar a los demás la culpa de nuestra mala vida. Los demás, evidentemente, pueden ponérnoslo más fácil o más difícil, pero nunca podrán anular nuestra voluntad y libertad interior. 

Dios salva a todo el que desea de corazón salvarse y hace todo lo que puede para conseguirlo, sea poco o sea mucho. Nunca nos va a salvar o a condenar el Señor por las virtudes o pecados de los demás.

3.- No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás. San Pablo les pide a los cristianos de Filipos que abandonen sus diferencias y desencuentros, producidos por las envidias de unos y por la ostentación de otros. Todos deben revestirse de humildad y de amor, manteniéndose unánimes y concordes en un mismo amor y en mismo sentir. ¡La humildad y el amor! Si estas dos virtudes presidieran nuestras relaciones personales, familiares, sociales y eclesiales, nuestra familia, nuestro mundo y nuestra Iglesia serían una auténtica casa de Dios donde se podría vivir en una concordia y amistad admirables. Sería casi un mundo feliz. ¡Vamos a intentarlo!

P. Teodoro Baztán Basterra, OAR

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