domingo, 26 de noviembre de 2017

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XXXIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO. Fiesta de Cristo Rey. Reflexión


El Evangelio del último domingo del año litúrgico, solemnidad de Cristo Rey, nos hace asistir al acto final de la historia humana, el llamado juicio universal: "Cuando venga el Hijo del hombre, entonces se sentará en su trono de gloria, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos. Pondrá las ovejas a la derecha y los cabritos a su izquierda".

La fiesta de Cristo Rey, con el evangelio del juicio final, no es para infundir miedo, sino esperanza. Nos exhorta a vivir de forma que el juicio no sea para nosotros de condena sino de salvación, y podamos ser de aquellos a quienes Cristo dirá: "Venid, benditos de mi Padre, entrad en posesión del reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo".

Qué distinto es Cristo Rey a los reyes de la tierra. Al entrar triunfalmente en Jerusalén su figura real fue totalmente nueva, sorprendente. Un rey que montaba sobre un asno, aclamado por los niños, odiado por los capitostes del Templo. Un rey que iba a ser coronado de espinas ante el griterío de la turba y las burlas de la soldadesca. Un rey cuyo trono estaría en una cruz y cuyos adornos serían las llagas de su carne desnuda y azotada.
Pero esta escena es más que suficiente para estimularnos a contemplar la vida, los hechos, las cosas y las personas, con mirada de fe. Sobre todo a las personas. Saber descubrir, tras el rostro de todo ser humano, el rostro de Cristo. Apreciar la presencia de Jesús en cada hombre, que nos extiende su mano, o nos pide ayuda con una mirada, sin atreverse quizás a pedirla con palabras. 

Sólo así nuestro Rey y Señor nos llamará al Reino de su Padre, diciéndonos que cuando tuvo hambre le dimos de comer, o que cuando estuvo solo le acompañamos, o que cuando todos le despreciaron nosotros le sonreímos y le saludamos. Sí, no lo olvidemos nunca, Cristo está presente en cada uno de los que se nos cruzan en el camino, o lo recorren junto a nosotros.

Entonces vivamos de tal modo que ese día, el Señor nos acoja en su regazo. Y el secreto para lograrlo nos lo cuenta el mismo Jesús: Amar generosamente, de manera concreta, a los necesitados.
Cuando comienza su predicación dice: El reino de Dios está cerca de vosotros. Más adelante, cuando ve que sus discípulos lo van acogiendo, dice: El Reino de Dios está dentro de vosotros. 

Está dentro de nosotros el Reino de Dios, si aceptamos a Jesús en nuestra vida con todas sus consecuencias. Es decir, si vivimos el amor que él nos tiene y lo comunicamos a los demás, si trabajamos por la paz y la justicia, si somos, como él, misericordiosos y compasivos, si luchamos contra el pecado y vivimos en gracia, si defendemos la vida, y una vida digna, y la comunicamos, si estamos en la verdad, y no en la mentira ni la hipocresía.

Jesús vive volcado hacia aquellos que ve necesitados de ayuda. Es incapaz de pasar de largo. Ningún sufrimiento le es ajeno. Se identifica con los más pequeños y desvalidos y hace por ellos todo lo que puede. Para él la compasión es lo primero. El único modo de parecernos a Dios: «Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo».

El evangelista no se detiene propiamente a describir los detalles de un juicio. Lo que destaca es un doble diálogo que arroja una luz inmensa sobre nuestro presente, y nos abre los ojos para ver que, en definitiva, hay dos maneras de reaccionar ante los que sufren: nos compadecemos y les ayudamos, o nos desentendemos y los abandonamos.

El que habla es un Juez que está identificado con todos los pobres y necesitados: «Cada vez que ayudasteis a uno de estos mis pequeños hermanos, lo hicisteis conmigo». Quienes se han acercado a ayudar a un necesitado, se han acercado a él. Por eso han de estar junto a él en el reino: «Venid, benditos de mi Padre».

Quienes se han apartado de los que sufren, se han apartado de Jesús. Es lógico que ahora les diga: «Apartaos de mí». Seguid vuestro camino. No pensemos ahora en un final del mundo apocalíptico. El día final no es otro que el de nuestra muerte.
 
Nuestra vida se está jugando ahora mismo. No hay que esperar ningún juicio. Ahora nos estamos acercando o alejando de los que sufren. Ahora nos estamos acercando o alejando de Cristo y de su Reino. Ahora estamos decidiendo nuestra vida.

P.  Teodoro Baztán Basterra, OAR.

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