viernes, 15 de diciembre de 2017

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EL NACIMIENTO DEL SEÑOR (4)

 Dígale, pues, nuestro corazón: He buscado tu rostro; tu rostro buscaré, Señor; no apartes de mí tu faz (Sal 26,8-8). Sea ésta su respuesta a nuestro corazón: Quien me ama guarda mis mandatos; quien me ama será amado por mi Padre y también yo lo amaré y me mostraré a él (Jn 24,21). Sin duda alguna, lo estaban viendo con los ojos aquellos a quienes decía esto y escuchaban con su oído el sonido de su voz, y en su corazón humano pensaban que era sólo un hombre; pero a quienes lo amaban les prometió mostrárseles a sí mismo, es decir, lo que jamás ojo vio, ni oído escuchó, ni llegó al corazón del hombre (Cf 1Co 2,9). Hasta que esto suceda, hasta que nos muestre lo que nos baste, hasta que bebamos y nos saciemos de él, fuente de la vida; mientras, caminando en la fe, peregrinamos hacia él, mientras sentimos hambre y sed de justicia y deseamos con indecible ardor la hermosura de la forma de Dios, celebremos con obsequiosa devoción su nacimiento en la forma de siervo. Aún no podemos contemplarlo en cuanto engendrado del Padre antes de la aurora; acudamos todos a celebrarlo en cuanto nacido de la virgen en las horas nocturnas. Aún no lo comprendemos porque su nombre permanece antes del sol (Cf Sal 71,17); reconozcamos su tienda puesta en el sol. Aún no lo vemos como hijo único que permanece en su Padre, recordémoslo como esposo que sale de su lecho nupcial (Cf Sal 18,6). Aún no estamos capacitados para el banquete de nuestro Padre, reconozcamos el pesebre de nuestro Señor Jesucristo.
S 194,4

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