sábado, 3 de febrero de 2018

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ACÉRCATE AL MÉDICO

Si en una ciudad enfermare alguien en el cuerpo y hubiese allí un médico muy experimentado, enemigo de poderosos amigos del enfermo, quienes le dijeren: «No recurras a él; no sabe nada» y lo dijeran no con la intención de dar una opinión, sino por envidia, ¿no prescindiría aquél en bien de su salud de las fábulas de sus poderosos amigos y, aunque fuese una ofensa para ellos, no recurriría para vivir unos días más a aquel médico que la fama había celebrado como muy entendido, para que expulsase de su cuerpo la enfermedad?

El género humano yace enfermo; no por enfermedad corporal, sino por sus pecados. Yace como un gran enfermo en todo el orbe de la tierra de Oriente a Occidente. Para sanar a este gran enfermo descendió el médico omnipotente. Se humilló hasta tomar carne mortal, es decir, hasta acercarse al lecho del enfermo. Da los preceptos que procuran la salud, y es despreciado; quienes le escuchan son liberados. Es despreciado, pues dicen los amigos poderosos: «Nada sabe». Si no supiera nada, no llenaría los pueblos con su poder; si no supiera nada, no existiría antes de nosotros; si no supiera nada, no hubiera enviado los profetas antes de él. ¿No se cumple ahora lo que antes fue predicho? ¿No demuestra este médico el poder de su arte cumpliendo sus promesas? ¿No caen por tierra en todo el orbe los errores perniciosos y se doman las codicias en la trilla del mundo? Nadie diga: «Antes el mundo estaba mejor que ahora; desde que llegó este médico a ejercer su arte, vemos en él muchas cosas espantosas». No te extrañes. Antes de ponerse a curar a un enfermo, la sala del médico parecía limpia de sangre; ahora que tú ves lo que pasa, sacúdete las vanas delicias, acércate al médico; es el tiempo de buscar la salud, no el placer.
San Agustín, Sermón 87, 13

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