domingo, 11 de marzo de 2018

// //

Domingo IV de Cuaresma (B) Reflexión

Hoy la Palabra de Dios viene a ser un canto a la misericordia de Dios. Según la carta a los cristianos de Éfeso, Dios nos ama tanto que, buscando nuestra salvación, no dudó en entregarnos a su propio Hijo y permitir su sacrificio en la cruz, como expresión de ese amor hasta el extremo, hasta dar la vida. 

Dicen algunos que este versículo es el más importante del evangelio de Juan, y quizás de toda la Biblia: Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna. En otro lugar nos dice San Juan que Dios es amor. Es la mejor y más breve definición de Dios. Tan es así, que Dios no puede menos que amar.

Quienes sois padres y madres entenderéis perfectamente el profundo sentido que encierra el misterio de la cruz. Sois capaces del mayor sacrificio por el bien de vuestros hijos. Hasta dar la vida por ellos si fuera preciso. 

Amor y dolor están íntimamente unidos. Cuanto más se ama, más se sufre por el mal, o por la enfermedad, de quien se ama. Hasta querer hacer suyo el dolor del otro para aliviarle o liberarle de su mal.

Así también Dios. Nos ama con amor de ternura. Se compara con el amor de una madre y dice: ¿Acaso una madre puede olvidarse de su criatura y dejar de querer al  hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvidara, yo jamás me olvidaré de ti. 

El texto del Evangelio de este domingo forma parte del diálogo de Jesús con Nicodemo, un destacado hombre religioso, fariseo y miembro del sanedrín o tribunal supremo. Se sentía atraído por la figura y el mensaje de Jesús, fue a verlo de noche, para que no le vieran sus colegas, para hablar con el Maestro. 

O quizás fue para salir de su noche interior, de la tiniebla y la oscuridad de su vida, no tanto del pecado, cuanto de la ignorancia por no conocer suficientemente a Dios, que es amor, por encima de las leyes.

Jesús le dice que para salvarse es preciso nacer de nuevo y creer, es decir, acoger la vida nueva que trae el mismo Jesús, y vivir como Él vivió. Porque Él viene a salvar, no a condenar. El que cree y vive lo que cree, se salva. El que no quiere creer y vive al margen de Dios, él mismo se condena. 

Nos viene bien esta Palabra de Jesús. Como, sin duda, le vino bien a Nicodemo. Como él, nos consideramos creyentes, pero es posible que nuestra vivencia de la fe resulte deficiente y fría, y, necesitamos, por tanto nacer de nuevo a la nueva vida del Evangelio. Para esto es la cuaresma. La palabra conversión quiere decir creer con fe viva en Jesús, acoger su mensaje y vivir al estilo de Él.

Pablo, en la segunda lectura, nos ha recordado que “Dios es rico en misericordia y que nos tiene un gran amor”. Habla también de “la inmensa riqueza de su gracia”. La cruz en la que el Padre permitió el sacrificio de Hijo es la mejor prueba y demostración de ese amor misericordioso de Dios, que no quiere que ninguno de nosotros perezca, sino que tengamos vida eterna.

La salvación que Dios quiere para nosotros es un don gratuito suyo que recibimos en respuesta a nuestra fe. Ahora bien, si preferimos las tinieblas a la luz, porque preferimos hacer el mal a hacer el bien, nos autoexcluimos de la vida eterna.

En otro pasaje de la Biblia dice el Señor: He aquí que te pongo entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte..., elige. Dios no nos salva a la fuerza. Nos ha hecho libres y respeta totalmente nuestra libertad. Somos libres hasta para pecar. Hasta para matar a su Hijo. Pero eso sí, nos da todos los medios necesarios para que podamos llegar a la vida para siempre. Porque donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia, dice también.

La cruz no será, por tanto, signo de dolor y muerte, sino, más bien, expresión del amor del Padre, signo de salvación. 

En la Eucaristía recordamos y celebramos la entrega de Jesús a la muerte y su resurrección, vida nuestra y garantía total de nuestra salvación.
 P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.

0 Reactions to this post

Add Comment

Publicar un comentario