miércoles, 4 de abril de 2018

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PASCUA DE RESURRECCIÓN - Reflexión-

El viernes contemplábamos atónitos la ejecución de Cristo en la cruz. Por decisión del gobernador romano y a instancias de los sumos sacerdotes, escribas, fariseos y partidarios de Barrabás, Jesús moría en la cruz. En él se ha cumplido el destino trágico que parece esperar a todo profeta que sabe luchar por la justicia y la dignidad del hombre. La muerte de Jesús, resucitado ahora por Dios, no ha sido la muerte de un pecador impío, sino la muerte del Justo. En una sociedad corrompida, el hombre justo resulta insoportable y su actuación es condenada y perseguida incluso en nombre de la ley y de la religión. Moría en la cruz el Hijo santo de Dios, “aquel que no conoció pecado”. No era Jesús el pecador.  Somos nosotros los pecadores.  Pero su muerte no ha sido inútil. Murió quien era la Vida, el que la había dado a todos, pues “por su medio fueron creados todos los seres”, para, en la cruz,  hacernos vivir a quienes estábamos muertos por nuestros pecados. Murió el que había tomado nuestra naturaleza mortal para hacernos vivir su Vida divina.

La muerte de Jesús no fue la muerte de un revolucionario judío que pretendía hacerse con el poder, sino la muerte del Siervo de Yahvé que ha vivido en total obediencia al Padre. Fue también la muerte de quien nos amó hasta el extremo de cargar con los pecados de todos los hombres, sufrir por nuestras injusticias y dar la vida por nuestra salvación. Es el gesto supremo de amor y reconciliación de Dios con los hombres.  El Hijo de Dios ha compartido nuestra muerte y nuestra perdición para abrirnos la posibilidad de alcanzar la vida y la resurrección.

 “Este es el día en que actuó el Señor”. ¡Aleluya!

El mensaje de la Resurrección del Señor Jesucristo es la mejor noticia del año para los cristianos. La que cambió la vida de los discípulos y con la que comenzó también la transformación de la humanidad. El Libro de los Hechos de los Apóstoles, que iremos leyendo en este tiempo pascual, nos irá dando noticias de la propagación de este mensaje de la resurrección de Jesús.

Las primeras evangelizadoras fueron las mujeres, pues, según san Juan, muy de mañana acudieron al
sepulcro del Maestro. Fueron también las primeras que oyeron de labios del ángel la gran noticia: “No está aquí, ha resucitado”.  Al recibir esta noticia, Pedro y “el otro discípulo a quien quería Jesús” salieron corriendo hacia el sepulcro. Primero entró Pedro y, luego, Juan, que “vio y creyó”. Será la propia María la primera en verlo resucitado y abrazarlo.

Para los discípulos de Emaús fue aquel “viajero peregrino”,  el mismo Cristo, al que no reconocieron mientras andaban, quien les explicó las Escrituras y les aseguró la verdad de la Resurrección. Lo conocieron cuando partió el pan. Por la noche, en Jerusalén, los once podrán ver con sus ojos y podrán tocar con las manos a quien ha vuelto a la vida, al Resucitado. Es lo que nos ha relatado el Libro de los Hechos: “En aquellos días, dice, Pedro tomó la palabra y dijo: Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en Judea y en Jerusalén. Lo mataron colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado, a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de la resurrección”. Luego, “nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y de muertos”. Y es justo reconocer que los apóstoles dieron con valentía este testimonio. El Libro de los Hechos nos recuerda que la historia continúa. Se puede decir que no tiene último capítulo. Los cristianos de la iglesia oriental, cuando proclaman este Libro en su Misa, al final, a modo de aclamación, dicen: “Y la Palabra de Dios sigue creciendo en esta Iglesia y en todas las Iglesias”.
Vida Pascual
Hoy somos nosotros los que, en nuestro siglo y en nuestras comunidades, nos comprometemos a anunciar a Cristo resucitado a este mundo, a nuestra familia, a nuestros amigos, a la sociedad. Los cristianos no debemos conformarnos con ser ‘buenas personas’, sino, además,  ser “testigos” de la Resurrección de Cristo, con nuestra conducta y con nuestra palabra. La Pascua de Cristo debe contagiarnos y convertirse en nuestra Pascua, de modo que imitemos la vida nueva de Jesús. Es lo que le preocupa a Pablo. En su carta a los Colosenses les invita a que si han recibido la vida de Cristo en el bautismo, siendo incorporados a la familia divina, ahora, en la práctica, la vivan pascualmente. Esto significa para Pablo, que deben vivir como resucitados: “buscar los bienes de allá arriba”, “aspirar a los bienes del cielo y no a los de la tierra”. Si celebramos bien la Pascua, nosotros también debemos morir a lo viejo y resucitar a lo nuevo, morir al pecado y vivir con Cristo la novedad de su vida. Al final seremos resucitados, pero ya ahora debemos vivir como resucitados, pues estamos alimentados con el Pan y el Vino de Jesús, su propia carne y sangre, que nos hace participar de la vida definitiva del Señor.

Sabemos en manos de quién estamos. Nuestra vida, dada por Dios con amor infinito, no se pierde en la muerte. Todos estamos englobados en el misterio de la Resurrección de Cristo; nadie está excluido de ese destino último de vida plena. Tenemos miedo al dolor, a la vejez, a la desgracia, a la soledad; a la muerte. Nos agarramos a todo lo que pueda darnos algo de seguridad, consistencia o felicidad. La fiesta de Pascua nos invita a reemplazar la angustia de la muerte por la certeza de la resurrección. Si Cristo ha resucitado, la muerte no tiene la última palabra. Podemos vivir con confianza. Podemos esperar más allá de la muerte. Podemos avanzar sin caer en la tristeza de la vejez, sin hundimos en la soledad y el pesimismo. Vivir desde esta confianza no es ignorar la realidad humana. La confianza en la victoria final de la vida no nos vuelve insensibles. Al contrario, nos hace sufrir y compartir con más profundidad las desgracias y sufrimientos de la gente. Creemos en la cruz del Viernes Santo, pero también en la gloria y en la alegría del Domingo de Resurrección.
P. Juan Ángel Nieto Viguera

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