lunes, 21 de mayo de 2018

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PENTECOSTÉS: EL ESPÍRITU SANTO

Los evangelios nos hablan de que Jesús convivía con los "suyos" y, de modo especial, con los apóstoles. Era una convivencia intensa: con ellos iba de un lugar a otro, les hablaba, delante de ellos realizó un sinfín de hechos curati-vos; con ellos descansaba, comía, entraban en las casas, incluso, cuando el tiempo lo permitía, dormían en descampado todos juntos. Aparentemente Jesús era uno más del grupo, aunque se distinguiera inmediatamente por to-da una serie de actitudes y de cualidades, que hacían de El “el Maestro”. Pe-ro era uno más.

¿Qué influencia tenía en sus vidas? ¿Hasta qué punto se “introduce” en sus personas? Los hechos demuestran que ejercía un influjo sobre ellos, que despertó adhesiones, afectos y simpatías y mucha admiración. Algo de Jesús se ha traspasado y se ha implantado en sus conciencias. Pero no mucho. En los momentos claves de su vida los discípulos resultaron ser unos extraños, con el corazón y la mente bastante duros. En el fondo vivían ajenos y distan-tes a lo más íntimo de Jesús. Sus quejas en este sentido fueron repetidas, y una de las características más sobresalientes de su vida fue su tremenda soledad: fue incomprendido; no le entendieron ni se adhirieron a su pasión por cumplir en todo la voluntad del Padre; permanecieron ajenos a su misión salvadora. Jesús, en sus proyectos más profundos y en su gran aventura humano-divina, estuvo casi siempre solo. ¿Hasta podemos preguntarnos si su propia madre le comprendió? Es un misterio.

Sin embargo, una vez que ha resucitado y les ha enviado su Espíritu, el pa-norama cambia totalmente. Con la venida del Espíritu Santo el día de Pente-costés se produce como una explosión de Dios que cambia totalmente la vi-da de aquellos discípulos y que constituye el fundamento de nuestra fe cris-tiana. Según san Juan él había dicho “Me voy, pero volveré a vosotros”. Se va, efectivamente, pero vuelve de nuevo, más poderoso y activo que nunca. Ahora se abre el camino de la interioridad; y no sólo en el individuo, sino en la entera comunidad de la Iglesia. Y ahí está Jesús viviente y activo como fundamento de una nueva existencia para el creyente, en la que el propio Je-sús lo invade todo, dando forma y figura a esa nueva personalidad, y diri-giendo su acción y su destino.

Jesús ya no es Aquel a quien ven entrar en una casa, que camina y se cansa al igual que ellos, que realiza signos externos, que come con ellos etc. Jesús ahora se convierte en algo íntimo y personal, que actúa en ellos, que los transforma, les hace comprender todo lo que en vida no supo explicar o no entendieron. El Espíritu de Jesús, su alma, su vida, su poder, todo eso que aplicamos al Espíritu Santo, ya no es algo venido de fuera, sino que se con-vierte en impulso transformador y creador. Los lugares en los que vive Jesús no son este paisaje, este pueblo o el otro; el espacio natural de Jesús, por medio de su Espíritu, es por la gracia la conciencia de cada uno, el corazón y la mente, la conciencia de quienes lo reciben y lo aceptan. Y cambian, son totalmente distintos: comprenden el misterio de Dios, predican, no tienen miedo a dar sus vidas, se enfrentan a las autoridades de Israel, son instru-mentos de Dios al servicio de su plan de salvación, como lo fue el propio Jesús. En realidad son “otros Cristo”. Es que El se ha adueñado de ellos, los ha invadido en su personalidad y los ha convertido en algo suyo. Es la luz o el calor que transforma, que cambia, que da otra dimensión a las cosas y a las personas. Ahora es cuando el creyente puede decir: “Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí”, dirá san Pablo. Esta hermosa realidad transciende cualquier experiencia humana. Por la vía del amor o de la amistad podremos entender algo de lo que sucedió y sucede to-davía en las personas creyentes que se entregan por completo a Él. El influjo que una persona tiene sobre otra, o la dependencia de unos respecto de otros pueden darnos la clave. En quienes se quieren se produce una influencia mu-tua. Pensemos, por ejemplo, en la presencia viva de los padres en el corazón de los hijos: es una presencia activa que condiciona o dirige sus modos de pensar y de vivir. Pensemos en la experiencia de amistades profundas, la de los esposos o enamorados, en los que a veces llega a darse una dependencia afectiva. 

Sin embargo, chocaremos siempre, incluso en las relaciones más íntimas, con una barrera: El hecho de que el otro es él o ella, y yo soy yo. Y el amor humano es consciente de ello: jamás podrá darse una identificación total de las personas que se quieren. En el mundo humano no hay ningún “nosotros” que pueda suprimir las barreras del “yo”. En Cristo no sucede así: “El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo él”. “Aquel día sabréis que yo estoy con el Padre, vosotros conmigo y yo con vosotros”. “Al que me ama mi Padre lo amará y vendremos a El y estableceremos nuestra morada en él”. Se da una identificación total, porque “yo soy la vida y vosotros los sarmientos”. 

Dios, por su Espíritu, habita dentro de nosotros. Mejor, hemos sido asocia-dos a su vida, hechos  partícipes de su vida divina. El Espíritu que conducía a Jesús, que se manifestaba en él, que lo llevaba al desierto o le daba fuerza para curar, que ponía palabras de salvación en su boca, ese mismo Espíritu se nos ha dado por la gracia al ser bautizados. El Espíritu, la tercera persona de la Trinidad, Dios mismo, vive en nosotros y desde dentro nos moldea, nos cambia, nos inspira deseos buenos, ganas de ser mejores, de parecernos a Jesús. San Pablo en la carta a los Romanos habla largamente de la Vida en este Espíritu: “Vosotros, hermanos, no habéis recibido un Espíritu que os haga esclavos, sino que habéis recibido un Espíritu que os hace hijos adopti-vos y nos permite clamar ‘Abba’, es decir, Padre. Ese mismo Espíritu se une al nuestro para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también somos herederos: herederos de Dios y coherederos con Cristo para ser también glorificados con él”.
P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.

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