lunes, 4 de junio de 2018

// //

EL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO

Haced esto en memoria mía

Una comida o una cena de despedida de un familiar o amigo que se nos va se desarrolla en un ambiente especial y suele dejarnos un recuerdo que durará para siempre. Un recuerdo imborrable. Jesús va a despedirse de sus amigos, y por eso cuida de todos los detalles, y encarga su preparación  a los discípulos de mayor confianza. Quiere mostrarles  el afecto que ha sentido por ellos; va a despedirse y aprovechará esa cena para abrirles su corazón, para hablarles con toda confianza y compartir con ellos la riqueza de su personalidad. Quiere también encomendarles algo importante, que se quieran y se comporten unos con otros como él lo ha hecho y les promete que, aunque se vaya, no los dejará solos. Siempre permanecerá a su lado: les enviará su propio Espíritu que habitará en sus corazones y él mismo se les da como alimento para sus vidas. Es la entrega total. Para celebrar esta cena, Jesús ha elegido la casa de una de sus amistades, probablemente la familia de Juan Marcos, y en este ambiente de familiaridad celebra con los suyos su última cena en recuerdo de la cena pascual de los judíos.

 La cena de la Pascua era una celebración muy importante para su pueblo. Pero desde la celebración de Jesús con los suyos se ha convertido para nosotros, sus seguidores, en algo trascendental. De aquel momento entrañable e intenso, hemos llegado a la celebración de nuestra “cena pascual”, de nuestras misas y, sobre todo, de la Eucaristía de los domingos. Han pasado los tiempos y han cambiado las costumbres.  Y, con estos tiempos y cambios, hemos ido perdiendo un poco de la esencia de aquel acontecimiento excepcional e inolvidable. Veamos algunos detalles fundamentales de aquella despedida.

La cena pascual era para los judíos un encuentro familiar de fiesta en el que se agradecían a Dios todos sus dones, y se recordaban y revivían sucesos decisivos en la historia de su pueblo. Por ello, en estas cenas no podía parti-cipar cualquier tipo de personas. No podían sentarse a la mesa quienes no fueran judíos piadosos, creyentes y observadores de la ley judía. Tenían prohibida esta cena los no creyentes, los pecadores, los impuros o quienes fueran reconocidos como gente de mala vida. Jesús, echando agua en una jofaina, comenzó a lavarles los pies.

Jesús cambia la historia. Sus contemporáneos no lograron entender que él quisiera compartir la mesa con todos, también con recaudadores de impues-tos, con prostitutas, con ladrones e impuros. Él venía a tender una mano a todos, particularmente a los más necesitados. Jesús encarnaba el amor del Padre, ofrecido a todos, abierto a todos. Cualquiera podía sentirse invitado a sentarse a su mesa. Bastaba que estuviera hambriento, que necesitara de alimento. Pero era necesario también que, antes de cenar, como le dice a Pedro, todos se purificaran y se dejaran lavar los pies por el propio Jesús: “Si no te lavo los pies, no podrás contarte entre los míos”. A lo que Pedro con-testó: “Señor, no solo los pies; lávame también las manos y la cabeza”. “Toda mi persona”.

Nuestras misas: Cenas del Señor
Debemos reconocer que nuestras eucaristías, particularmente las misas dominicales, no son la
celebración de una fiesta familiar o de amigos. No sentimos en ellas ese ambiente de gozo y de alegría de una comida de despedida de amigos o familiares, de la cena de Jesús. Falta una participación activa y comprometida. La preside el sacerdote y nosotros asistimos, estamos. Pero no escuchamos con atención los mensajes de Jesús, sus palabras confidenciales; no respondemos, no cantamos. En una palabra, no “vivimos” esa comida o esa cena. Somos unos invitados que no comparten los sentimien-tos de la cena de Jesús con los suyos.

En segundo lugar: Todos hemos sido invitados al festejo, pero todos tam-bién debemos acudir a la celebración con el traje o con la vestidura apropiada como se dice en otro pasaje del evangelio.

Todos, también, antes de parti-cipar en la cena, debemos dejarnos lavar los pies, ser purificados,
arrepentirnos de nuestros pecados, sentirnos acogidos por quien nos invita. Los invitados a una comida como ésta se llevan bien, muestran un afecto mutuo y se sienten agradecidos por el don de la invitación. A todos los une el mismo atractivo e idéntica amistad. ¿Son nuestras misas comidas de hermanos, de amigos? ¿Nos expresamos ese afecto?

En tercer lugar: Durante la comida reina un ambiente festivo y agradable; todos hablamos con quienes están a nuestro lado y mantenemos una conver-sación cercana y cordial. Y si el amigo o el familiar que se despide nos habla lo escuchamos con atención. Sus palabras nos llegan al corazón, nos llenan de emoción. ¿Son así nuestras misas? ¿Cómo escuchaban los discípulos las palabras de despedida de Jesús en la última cena? ¿Cómo llegan a nuestros corazones las palabras que nos dirige en cada una de nuestras misas? ¿O las que pronuncia en su nombre el sacerdote que preside la eucaristía?

Tomad, esto es mi cuerpo». “El que come mi cuerpo y bebe mi sangre tiene vida en mí y yo en él
En esta cena Jesús utiliza muchas imágenes para hacer comprender a sus discípulos que todos forman una unidad, que comparten la misma vida, que él está con ellos y ellos con él y todos con el Padre Dios. Les dice que él es la vid, el tronco, y ellos los sarmientos, las ramas de ese tronco por las que transcurre la misma savia y tienen la misma vida. Les promete por cinco veces que, una vez que muera y se vaya al Padre, les enviará su propio Espíritu Paráclito o Consolador que les guiará y les enseñará todo para que “de la misma vida que yo vivo viváis también vosotros”. Les dice también que “al que me ama mi Padre lo amará y vendremos a él y estableceremos nuestra morada o nuestra casa en él”. Y, en el colmo de su generosidad y para que todo esto sea posible, se les entrega como alimento y como bebida: “Tomad y comed…; tomad y bebed…”. Pues “el que come mi cuerpo y bebe mi sangre vive en mí y yo en él”.

Agradezcamos y vivamos esta divina generosidad en esta fiesta del Cuerpo y de la sangre de Cristo. Y comulguemos, comulguemos,  comulguemos. Y cuando lo hagamos vivamos esta divina realidad. ¿Son así nuestras misas? ¿Comulgamos con esta disposición interior? Cambiemos. Escuchemos a Je-sús y celebremos esta fiesta.

P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR


0 Reactions to this post

Add Comment

Publicar un comentario