jueves, 21 de junio de 2018

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JESÚS UTILIZA PARÁBOLAS PARA EL PUEBLO SENCILLO. Reflexión

Jesús utiliza parábolas o pequeñas historietas para que el pueblo sencillo, de entonces y de ahora, pueda captar y entender mejor su mensaje. Al hablarnos este modo, usa imágenes y comparaciones del entorno o de la vida ordinaria de la gente, porque quiere que entendamos muy bien su doctrina para poder llevarla fácilmente a la práctica. 

Hoy nos habla de la semilla que se siembra y que día y noche va creciendo sin que sepa el labrador cómo crece y se desarrolla. Llegará el tiempo de la cosecha y la semilla que un día sembró estará lista para la siega. El sembrador recogerá con gozo el fruto de lo que un día sembró, abonó y cuidó.
¿Qué nos quiere decir Jesús con esta parábola? Que seamos sembradores de semillas de amor, de esperanza y de fe. Que sembremos con nuestras buenas obras, con nuestra palabra, con nuestro testimonio de vida o el ejemplo. Y sin desanimarnos, aunque no veamos el fruto de nuestra siembra. Eso está en manos de Dios y de quien quiera acoger, como tierra buena, la semilla.

Los misioneros que trabajan en campos de misión difíciles y hostiles, no suelen el fruto de sus “sudores”. Y no se desaniman, no pierden la esperanza. Saben que Dios los ha enviado a sembrar. El crecimiento, como dice san Pablo, depende Dios. Y lo dejan en sus manos.
Lo mismo puede acontecer con la labor que hacen los padres de familia cristianos, los catequistas, muchos laicos comprometidos. No quedará sin recompensa. Que el fruto llegue o no, dependerá de Dios, pero también de la acogida que haya tenido nuestra siembra en quienes hemos sembrado.

No conocer el fruto deseado podría ocasionar desánimo, preocupación y frustración. Humanamente comprensible, pero no debería ser así. Dios nos pide sólo que sembremos. Y, si fuera apareciendo el fruto, que lo cuidemos. Pero si no apareciera…, rezar y confiar siempre en el Señor. Y decir, como aparece en el evangelio, siervos inútiles somos, hemos hecho lo que teníamos que hacer. 

Mientras tanto seamos sembradores incansables. Al fin y al cabo, Dios ha puesto en nuestra manos la semilla buena para que la esparzamos generosamente, como Él lo hace con nosotros. Dios nos premiará, no por el fruto que obtengamos, sino por la siembra que hayamos hecho con nuestras palabras, con nuestro buen ejemplo, con nuestra oración. Y con la esperanza de saber que el grano que se siembra nunca se pierde, sino que dará al final su preciado fruto.

La segunda parábola, la del grano de mostaza nos viene a decir que el Reino de Dios es algo aparentemente algo pequeño. Como la semilla más pequeña que tiene en sus manos el campesino. Pero es una semilla con mucha vida, con una fuerza capaz de crecer mucho y de dar fruto abundante.
Tradicionalmente se ha aplicado esta parábola a la Iglesia. El pequeño grano de mostaza vendría a significar el origen muy humilde y pobre de la Iglesia. Doce hombre, ignorantes y tímidos se lanzaron con la fuerza del Espíritu a evangelizar por todo el mundo conocido entonces. Sembraban la semilla de la fe y, al tiempo, surgían comunidades cristianas en todo el imperio romano. Se cumplía lo que dice san Pablo que Dios eligió a los necios del mundo para confundir a los fuertes. Y así ha ocurrido siempre donde se plantaba la Iglesia.

Pero, como se habla del Reino de Dios, la parábola se aplica más bien al inicio de nuestra fe. Cuando alguien se bautiza, sea adulto o niño, recibe en su interior la semilla de la fe. Una semilla imperceptible y pequeñísima. Esta semilla, acogida en el “surco” del corazón y atendida debidamente, tiende a crecer hasta hacerse adulta y robustecida.

Dios es el sembrador, nosotros los “labradores”; es decir, somos los responsables o encargados de que la semilla germine, nazca, crezca, madure y dé fruto. Lo afirma así san Pablo: Yo planté, Apolo regó, pero fue Dios quien hizo crecer… Nosotros somos colaboradores de Dios. 

Si ahogamos nuestra fe con nuestras preocupaciones terrenas, con nuestro egoísmo, con nuestras deslealtades, entonces esa semilla queda sofocada y perece. En el libro de los Hechos de los Apóstoles encontramos la hermosa expresión: “la palabra del Señor crecía”. Así debe suceder en el interior de cada uno de nosotros. ¡Dichosos los que oyen la palabra de Dios y la ponen en práctica!
El mismo Dios nos proporciona el alimento adecuado para que la fe crezca robusta y fuerte. Entre otros: la Eucaristía y su palabra
P. Teodoro  Baztán Basterra. OAR.

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