domingo, 29 de julio de 2018

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DOMINGO XVII TIEMPO ORDINARIO -B- Reflexión

En el domingo anterior contemplábamos a Jesús que, mirando a la multitud que le seguía, “sintió lástima de la gente, porque andaban como ovejas sin pastor; y se puso a enseñarles con calma”. Hoy vemos a Jesús en esta misma actitud compasiva y mirando a la muchedumbre que lo ha escuchado duran-te horas, se preocupa por el cansancio y el hambre que deben sentir estas “ovejas sin pastor”, gentes humildes, pobres e insignificantes y pide, enton-ces, a los suyos, que vean el modo de darles de comer. De eso se trata en este momento, de hambre pura y dura, de estómagos vacíos. Felipe responde a esa inquietud diciendo que ellos no disponen de dinero con el que comprar comida para esa multitud. Y, Andrés, con cierta timidez, expresa que un muchacho tiene cinco panes de cebada y dos peces, algo absolutamente insu-ficiente para tal cantidad de personas. Jesús no se detiene ante esta escasez de dinero o de alimentos, de los que le hablan sus discípulos, sino que les manda que hagan recostar a la gente en la hierba para comer. Y se sentaron: solo los hombres eran unos cinco mil. El Señor toma los pocos panes que le ofrecen, da gracias y él mismo los reparte junto con los peces, que llegan pa-ra todos. La multitud ha saciado su hambre física. Pero el amor que anima el gesto va más allá, no tiene límites; no solo comieron todos, sino que sobró comida. Es un amor siempre abundante, sobreabundante, se llenaron doce canastas con lo que quedó de los panes y los peces. Así era Jesús, así actua-ba y a esto nos invita hoy.

Abres tú la mano, Señor, y sacias de favores a todo viviente

Un anticipo de esta bondadosa generosidad de Dios lo encontramos en el profeta Eliseo que, según el Libro de los Reyes, le manda al piadoso israelita que reparta a la gente que le está escuchando las primicias de la cosecha que ofrece a Dios. La actitud del criado de Eliseo es la misma que la de Andrés: “Qué hago yo con esto para cien personas”. Y la respuesta de Eliseo es la que escuchamos a Jesús: ‘Dáselas a la gente, que coman. Porque así dice el Señor: Comerán y sobrará’. Entonces el criado se las sirvió, comieron y so-bró, como había dicho el Señor”. La confianza en la providencia divina mos-trada por el profeta es el mejor anuncio de lo que será después la de Jesús en su Padre Dios: “Abres tú la mano, Señor, y sacias de favores a todo viviente”.

Este sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo

“Jesús entonces, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se reti-ró otra vez a la montaña
él solo”. Sigamos a Jesús y confiemos plenamente en él. Dios nos ha criado y nos ha dado la vida para que seamos felices co-mo lo es él mismo y esa felicidad solamente la podremos encontrar en su hi-jo, pues para ello ha venido al mundo y se ha quedado a vivir entre noso-tros. La cultura moderna ha nacido con la sospecha de que Dios es enemigo de la felicidad, y que la religión no busca la felicidad del ser humano, sino su desdicha. No era esto lo que decía san Agustín cuando escribía en las Confe-siones: “¿Cómo te busco, pues, Señor? Porque al buscarte, Dios mío, busco la felicidad. Te buscaré, Señor, para que viva mi alma. Mi cuerpo vive de mi alma, y mi alma vive de ti”. Por ello, la vida, los deseos de felicidad y la bús-queda de Dios son realidades que se implican y en cierto modo se identifican.

Una larga tradición pesimista, no exenta de cierto maniqueísmo, ha querido convencernos de que nuestra vocación o nuestro destino pasa por la infelici-dad, sobre todo mientras vivimos en "este valle de lágrimas". El ser humano es un desterrado del paraíso, que, estigmatizado por el pecado de la rebeldía y de la traición, tiene que cargar siempre con el peso de su propia condena. Este pecado fue tan hondo y corrompió tan profundamente al hombre que a pesar de la gracia redentora de Cristo Jesús lo retiene siempre lejos de la in-timidad de Dios y privado del don más divino que es la paz y el gozo. 

La felicidad es la vocación fundamental del hombre. Así lo confirman por un lado la bondad infinita de Dios nuestro Padre, que no nos ha creado para que seamos desgraciados, y la vocación o deseo irresistible de felicidad. Esta es nuestra inclinación primaria y hacia ese destino apuntan todos nuestros esfuerzos. Somos convocados a vivir felices por el mismo Dios de la bon-dad. Por ello, la alegría, y no la tristeza, debe ser la expresión más normal de nuestro vivir.

A los cristianos se nos olvida a veces que el evangelio es una respuesta a ese anhelo profundo de felicidad. No acertamos a ver en Cristo a alguien que promete felicidad y conduce hacia ella. No terminamos de creernos que las bienaventuranzas, antes que exigencia moral, son anuncio de felicidad. En la historia del cristianismo se ha ido abriendo una distancia grande entre la feli-cidad concreta y actual de las personas y la salvación eterna. Se tiende a pensar que la fe es algo que tiene que ver exclusivamente con la salvación futura y lejana, pero no con la felicidad concreta de cada día, que es la que ahora mismo nos interesa.

No era esto lo que vivían los primeros cristianos, a pesar de las persecucio-nes. Escuchemos a modo de ejemplo, estos dos testimonios: san Pablo, pre-so probablemente en Éfeso entre los años 54 y 57, escribe a los fieles de Fi-lipos: “Como cristianos, estad siempre alegres, os lo repito, estad alegres. Que todo el mundo comprenda lo comprensivos que sois. El Señor está cerca, no os agobiéis  por nada...”. El Apóstol no hace sino repetir lo que había dicho Jesús: "No estéis agitados ni tengáis miedo; habéis oído lo que he di-cho, que  me voy para volver". Pedro decía también: "Descargad en Dios vuestro agobio, vuestros cuidados, que El se interesa por vosotros". Y pode-mos recordar a San Agustín que, entre los quince pecados que enumera en el Libro II de Las Confesiones, señala la tristeza.

La felicidad es el resultado de vivir alegres, contentos, en paz con nosotros mismos y con los demás; es amar y sentirse queridos, es esperanza, confian-za en  alguien más fuerte que nosotros que garantiza nuestra propia seguri-dad. Es ausencia de miedos o de cualquier sentimiento que pueda agitar los corazones. La felicidad es un don de Dios que siempre le acompaña y del que participan necesariamente quienes están con El. Por eso: "Alégrate María, goza, siente la plenitud de la gracia, del amor, porque el Señor está contigo". Vayamos a Jesús, que también a nosotros nos ve hambrientos de paz, de amor y de felicidad y comamos los panes y los peces que hoy no da. Ellos saciarán nuestras necesidades y nuestra hambre de bien.
P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.

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