martes, 10 de julio de 2018

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Reflexión Domingo XIV del Tiempo Ordinario- B-

Yo te envío a un pueblo rebelde

“En aquellos días, el espíritu entró en mí, me puso en pie, y oí que me decía: Hijo de Adán, yo te envío a los israelitas, a un pueblo que se ha rebelado contra mí”. Dios habla a través de las criaturas que han salido de sus manos. La naturaleza toda es voz de Dios. Pero a los suyos les habla de una manera especial a través de sus enviados, de sus portavoces o profetas, como es el caso de Ezequiel, autor del primer mensaje que escuchamos en este domingo. Los profetas han sido la voz como podemos leer en la Sagrada Escritura. Pero el profeta por excelencia fue su propio hijo, Cristo Jesús, del que dice Juan el Bautista que era su voz mientras que él es la Palabra. Así nos lo presenta san Juan en el prólogo de su evangelio: Jesús es el Verbo, la Palabra de Dios, que existía junto a Dios, por la que fueron hechas todas las cosas, que vino a los suyos y los suyos no lo recibieron. Desde el cielo vino a este mundo, compartió nuestra vida durante tres años escasos, durante los que habló y nos dijo muchas cosas de su Padre Dios. En esos años tuvo tiempo para formar un escuela de discípulos o seguidores, a quienes al despedirse les dejó este encargo: “Como el Padre me ha envidado a mí, así os envío yo a vosotros”. Mensaje que, traducido en sentido pleno, vendría a decir lo siguiente: “Así como yo he hablado de Dios y he sido su testigo y su imagen, del mismo modo vosotros debéis ser en  todo lugar y en toda circunstancia la voz y el testimonio de mi Padre Dios”. Debemos hablar de Dios siempre y debemos comenzar a hacerlo entre los nuestros, como Jesús en Nazaret. Este será el tema de nuestra reflexión. 

Como el Padre me ha envidado… Hablemos de Dios

Dios envía al profeta Ezequiel a un pueblo “que se ha rebelado contra mí. Sus padres y ellos me han ofendido hasta el presente día”. ¿A dónde nos manda Dios para que hablemos y demos testimonio de él? ¿Cómo es nuestra sociedad? Nuestro pueblo es un pueblo rebelde que en su mayoría le ha dado la espalda a Dios, adorando a otras divinidades como el placer, el poder, el dinero, el prestigio social,  el individualismo exagerado, el confort o el goce de todas las comodidades de este mundo… Hay un olvido generalizado de Dios y, en muchos casos, una especie de resentimiento contra nuestra tradición católica; un desprecio e incluso cierto odio a lo religioso, incluso a las manifestaciones externas de religiosidad como son todos esos vestigios históricos en los que la iglesia ha desempeñado un papel determinante y decisivo: el arte en todas sus manifestaciones, la literatura, las festividades y costumbres, nombres de personas o de poblaciones, de calles de pueblos y ciudades. Alguien se ha atrevido a decir que deberíamos borrar esos nombres y demoler iglesias y catedrales.

A semejanza de los profetas y de Jesús también nosotros somos enviados a los nuestros y en las condiciones en las que ellos lo hicieron. Nuestro pueblo, nuestro Nazaret es la propia familia, el grupo de nuestros amigos, aquellas personas con las que compartimos trabajos o responsabilidades; todos aquellos con quienes mantengamos una relación social. Aunque sepan de nuestras limitaciones o poca formación, aunque conozcan de qué hogar procedemos y quiénes son nuestros familiares. También en este Nazaret debemos hablar de Dios y manifestar su mensaje, como lo hizo Jesús, aunque seamos incomprendidos. Y lo debemos hacer con responsabilidad. Escuchemos al Papa Pablo VI que en una homilía pronunciada en Manila el 29 de noviembre de 1970 decía: “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio! Para esto me ha enviado el mismo Cristo. Yo soy apóstol y testigo. Cuanto más lejana está la meta, cuanto más difícil es el mandato, con tanta mayor vehemencia nos apremia el amor”. 

Somos cristianos, creemos en Dios y creemos en Jesús; los domingos acudimos y participamos en las eucaristías, vivimos otras prácticas religiosas… Por ello, lo primero que tenemos que hacer es manifestar nuestra condición de creyentes y hacerlo con valentía, pero con naturalidad y sencillez; sin avergonzarnos, cueste lo que cueste. Como lo hacían los mártires. 

Soy cristiano y lo soy, como diría Pablo sexto, porque creo que “Jesucristo es el Mesías, el Hijo de Dios vivo; él es quien nos ha revelado al Dios invisible, él es el primogénito de toda criatura, y todo se mantiene en él. Él es también el maestro y redentor de los hombres; él nació, murió y resucitó por nosotros. Él es el centro de la historia y del universo; él nos conoce y nos ama, compañero y amigo de nuestra vida, hombre de dolor y de esperanza; él, ciertamente, vendrá de nuevo y será finalmente nuestro juez y también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y nuestra felicidad. Él es la luz, la verdad, el camino, y la vida; él es el pan y la fuente de agua viva, que satisface nuestra hambre y nuestra sed; él es nuestro pastor, nuestro guía, nuestro ejemplo, nuestro consuelo, nuestro hermano. Él, como nosotros y más que nosotros, fue pequeño, pobre, humillado, sujeto al trabajo, oprimido, paciente”. 

Por todo ello, aunque a veces tengo poca fe, creo que es una parte de mi vida; por eso le rezo, hablo con él, le confío mis penas, comparto mis amistades con él, los buenos pensamientos y las buenas acciones. Cuando me visita el dolor, el sufrimiento, o la separación de seres queridos, lo recuerdo también sufriendo, dolorido y viendo morir a sus abuelos o a su padre José o despidiéndose de su madre. Cuando no soy comprendido o debidamente estimado lo veo a él sufriendo estos mismos males. Pero también lo miro con esperanza y lo veo como vida eterna, resucitado para siempre. Y como fuerza para el camino de cada día. Mientras vivió con nosotros “instituyó el nuevo reino en el que los pobres son bienaventurados, en el que la paz es el principio de la convivencia, en el que los limpios de corazón y los que lloran son ensalzados y consolados, en el que los que tienen hambre de justicia son saciados y los pecadores pueden alcanzar el perdón; en el que todos somos hermanos”. De este Jesús debemos hablar.

De él diremos también que, a pesar de la increencia de muchos, es “el principio y el fin, el rey del nuevo mundo, la suprema razón de la historia humana y de nuestro destino; él es el mediador, a manera de puente, entre la tierra y el cielo; él es el Hijo del hombre por antonomasia, porque es el Hijo de Dios, eterno, infinito, y el Hijo de María, su madre según la carne; nuestra madre por la comunión con el Espíritu del cuerpo místico”. Recordadlo: él debe ser tema constante de nuestras conversaciones. Procuremos creer más en él y llevar su nombre a todas partes y a todas las gentes, pero con la humildad de la que habla san Pablo en la carta a los Corintios.
P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.

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