martes, 24 de julio de 2018

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Reflexión Domingo XVI B

“Les pondré pastores que los pastoreen”, dice el Señor.
En el domingo anterior contemplábamos a Amós, un simple pastor del de-sierto y labrador, que recibe el encargo de ir a su pueblo para hablar en nombre de  Dios: “Ve y profetiza a mi pueblo de Israel”. Hoy de nuevo apa-rece la figura del pastor tanto en la primera lectura, tomada del profeta Je-remías, como en el evangelio cuando dice que Jesús sintió pena de las gentes de su pueblo por que “andaban como ovejas sin pastor”.

En el pueblo judío, nómada durante muchos siglos, sin tierra ni asiento esta-ble, que dependía fundamentalmente de la ganadería o de los productos de la tierra que ocupaba por algún tiempo, la figura del pastor era de una impor-tancia grandísima y decisiva. Incluso en los mismos planes de Dios con fre-cuencia, fueron sus interlocutores y sus mediadores y representantes. Así, por ejemplo, según la Biblia, fueron pastores Abraham, su hijo Isaac, y los dos hijos de éste, Esaú y Jacob. José, el penúltimo de los hijos de Jacob, to-davía un niño, cierto día, fue enviado por su padre a llevar la comida a sus hermanos que estaban cuidando sus rebaños y, por envidia, lo venden a unos comerciantes que se dirigen a Egipto. Pero José fue el gran pastor cuando, por su consejo, todo su pueblo, sus hermanos e incluso su propio padre, se trasladan de Palestina a Egipto donde viven por varias generacio-nes. Hasta que otro pastor, Moisés, los libera y los lleva de nuevo a su pue-blo y patria definitiva, después de cuarenta años de pastoreo por el desierto. Todos ellos fueron pastores que, ricos en ganado, tuvieron también una gran influencia ante los suyos y fueron portavoces y delegados del propio Dios. Deberían pasar siglos para que Jesús se presentara como el “Buen Pastor” y sus envidados, sacerdotes, obispos y el mismo Papa, fueran designados y recibidos también como “pastores” del pueblo de Dios: Maestros, guías y protectores de los fieles, los rebaños de Dios.

“¡Ay de los pastores que dispersan y dejan perecer a las ovejas de mi reba-ño!”
El mensaje del profeta Jeremías a los “pastores” de Israel, pueblo de Dios, es en esta ocasión muy duro y exigente. A estos pastores que “dispersaron”, que “expulsaron” y no “guardaron” a sus ovejas les dice Dios: “Yo os toma-ré cuentas por la maldad de vuestras acciones”. Luego añade que “yo reuniré el resto de mis ovejas, de todos los países a donde las expulsé y les pondré pastores que las pastoreen; ya no temerán ni se espantarán y ninguna se per-derá”. Y sigue mandando pastores a su pueblo a través de toda su historia, hasta que llegada la “plenitud de los tiempos” nos envía a su propio Hijo, quien según el evangelio de san Juan nos dice: “Yo soy el buen pastor que da la vida por sus ovejas. Yo conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí, lo mismo que me conoce mi Padre y yo lo conozco a él”. Es el mismo pastor que, según el evangelio de hoy “sintió lástima” de su gente “porque andaban como ovejas sin pastor”.
El día anterior había dicho a los suyos: “Venid vosotros solos a un sitio tran-quilo a descansar un poco. Porque eran tantos los que iban y venían que no encontraban tiempo ni para comer”. Cruzaron el lago para ir a ese sitio tranquilo, pero fueron muchos los que se les adelantaron. Y, cuando llega-ron, al ver Jesús a la gente, sitió pena y “Y se puso a enseñarles con calma”.

Le dio lástima...porque andaban como ovejas sin pastor.
Jesús lo vivía todo desde la compasión. Era su manera de ser, su primera reacción ante las personas. No sabía mirar a nadie con indiferencia. No so-portaba ver a las personas sufriendo. Era algo superior a sus fuerzas. Así fue recordado por las primeras generaciones cristianas. Pero los evangelistas dicen algo más. A Jesús no le conmueven sólo las personas concretas que encuentra en su camino: los enfermos que le buscan, los indeseables que se le acercan, los niños a los que nadie abraza. Siente compasión por la gente que vive desorientada y no tiene quien la guíe y alimente.

El evangelista Marcos describe lo que sucedió en alguna ocasión junto al la-go de Galilea. De todas las aldeas llegaron corriendo al lugar en el que iba a desembarcar Jesús. Al ver a toda aquella gente, Jesús reacciona como siem-pre: «sintió compasión porque andaban como ovejas sin pastor». La imagen es patética. Jesús parece estar recordando las palabras pronunciadas por el profeta Ezequiel seis siglos antes: “en el pueblo de Dios hay ovejas que viven sin pastor”; ovejas “débiles” a las que nadie conforta; ovejas “enfermas” a las que nadie cura; ovejas “heridas” a las que nadie venda. Hay también ovejas “descarriadas” a las que nadie se acerca y ovejas “perdidas” a las que nadie busca.

También en nuestra sociedad, entre nosotros, hay muchas, muchísimas “ovejas sin pastor”. Gente sola a la que nadie tiene tiempo de escuchar. Es-posas y esposos que sufren impotentes y sin ayuda alguna el derrumbamien-to de su amor. Jóvenes que abortan presionadas por el miedo y la inseguri-dad, sin el apoyo y la comprensión de nadie. Personas que sufren secreta-mente su incapacidad para salir de una vida indigna. Alejados que desean reavivar su fe y no saben a quién acudir ¿Quién despertará entre nosotros la compasión? ¿Quién dará a la Iglesia un rostro más parecido al de Jesús?

Pero pensemos también en nosotros, necesitados muchas veces de esa acti-tud compasiva de Jesús. Y hoy lo vamos a hacer meditando las palabras del poema del salmista cuando dice: 

El Señor es mi Pastor, nada me falta:
en verdes praderas me hace recostar;
me conduce hacia fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas;
me guía por el sendero justo,
por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan.
Preparas una mesa ante mí,
enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume,
y mi copa rebosa.
Tu bondad y tu misericordia me acompañan
todos los días de mi vida,
y habitaré en la casa del Señor
por años sin término.

P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.

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