jueves, 19 de julio de 2018

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“Ve y profetiza a mi pueblo de Israel” DOMINGO XV B Reflexión

Estamos en la misma dirección del domingo anterior: Dios habla a su pueblo y lo hace a través de sus representantes, de sus “enviados”. En la primera lectura es el sacerdote Amasías, sacerdote de Casa-de-Dios, en Betel, el que dice a Amós: “Vi-dente, vete y refúgiate en tierra de Judá; come allí tu pan y profetiza allí”. En el evangelio es el propio Jesús el que llama a los Doce y “los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos”. Los manda a transmitir su mensaje, a ser sus portavoces y también a realizar las obras buenas que garanticen ese mensaje: echar a los demonios, ungir con aceite a los enfermos y curarlos. En nuestra reflexión del domingo anterior hacíamos referencia a aquel pasaje evangéli-co en el que Jesús decía a los suyos: “Como el Padre me ha envidado a mí, así os envío yo a vosotros”. Y decíamos que este mensaje, traducido en sentido pleno, vendría a decir lo siguiente: “Así como yo he hablado de Dios y he sido su testigo y su imagen, del mismo modo vosotros debéis ser en  todo lugar y en toda circuns-tancia la voz y el testimonio de mi Padre Dios”. Debemos hablar de Dios siempre. ¿Dónde? ¿Cómo? Veamos lo que nos dice la “Palabra de Dios” de este domingo.

Israel vive su máximo esplendor a mediados del sigo VIII bajo Jeroboam II. Pero, como suele suceder, el lujo, la vida ostentosa y el formalismo de la vida llegan a co-rromper incluso la verdadera religiosidad: el culto y la relación con Dios. Surge en-tonces el primer profeta escritor, Amós, un simple pastor, un pastor de desierto y labrador que, con un lenguaje rudo y directo, ajeno a los rodeos de la diplomacia, condena la injusticia social, la depravación moral y religiosa, la violencia del lujo, el formalismo del culto, la ruina de la casa real y su cercana deportación a Babilonia. Sus palabras resultan insoportables para todos, pero particularmente para quienes se dicen responsables de un culto falso a Dios, como son los que han erigido un templo en Betel, enfrentado al de Jerusalén. Por ello es rechazado y perseguido. Pe-ro Amós no puede callar: se siente llamado por Dios y se siente objeto de una voca-ción divina a la que no puede resistir. Pobre y humilde, rústico e ignorante se aban-dona en las manos de Dios. Es su profeta.

“Y los fue enviando de dos en dos”

Algo similar encontramos en el envío de Jesús a los Doce. Sin contar con sus cuali-dades personales los ha elegido como “apóstoles” suyos, es decir, como represen-tantes personales del propio Jesús, no simplemente como unos enviados. Por ello, a la vez que les confía todo el poder y la gracia que ha recibido de su Padre Dios, les exige que se comporten como él: pobres, sencillos, libres de todo y abandonados a la bondad providencial del Padre. Todo ello debe manifestarse en el cumplimiento de la misión que a él le ha confiado el Padre, que es la proclamación del Reino y el comienzo de nuevos tiempos que él está implantando en el mundo perdonando, cu-rando, acogiendo a todos, justos y pecadores y mostrando su poder sobre el espíri-tu del mal, expulsando “a los demonios”: “Como el Padre me ha enviado, así os en-vío yo a vosotros”. Con la misma misión e idénticos  poderes.

Nuestra misión
San Pablo en la segunda carta a los fieles de Corinto les decía que hemos sido he-chos “depositarios de la gracia de la reconciliación con Dios”; que somos embaja-dores de Cristo, portadores de su mensaje. Como envió a los Doce, así hoy nos en-vía también a nosotros. ¿Qué debemos decir a los demás? ¿Cuál será nuestro men-saje? Hoy quiero verlo en el pasaje de la carta a los Efesios que la liturgia del do-mingo nos presenta como segunda lectura de la misa. Es un pasaje que deberíamos aprender casi de memoria y hacerlo verdaderamente nuestro, de cada uno. Este himno lo recitaban los cristianos de la primitiva Iglesia tal como lo hacemos quienes rezamos la “Liturgia de la horas”. Vamos a detenernos en este mensaje paulino.

En la carta a los Efesios, después del saludo a los fieles de aquella comunidad, se-gún el esquema habitual de Pablo,  encontramos la primera parte, en la que trata el misterio del plan divino: Cristo es cabeza de la nueva hermandad entre los hom-bres, tanto judíos como paganos. El himno comienza con una alabanza a Dios, “Bendito sea Dios”. Es un signo de admiración y alabanza por las intervenciones de Dios en la historia. Para Pablo es en Cristo donde recibimos toda la gracia de Dios. 
La primera estrofa expresa el amor de predilección que Dios ha tenido con cada uno de nosotros, pues nos ha elegido y nos ha llamado por nuestro nombre, como lo hizo con Abrahám, con los patriarcas o con tantos hombres y mujeres como aparecen en le Historia Santa. Pero a nosotros nos ha elegido en la persona de Cristo, el Hijo por excelencia. “Nos ha elegido en Cristo antes de la creación del mundo y nos ha bendecido en su persona con toda clase de bienes espirituales y ce-lestiales. Pero nos ha elegido para que seamos santos e irreprochables en el amor”. Se ha fijado en cada uno de nosotros y nos ha convocado a la existencia. Por ello debemos vivir como hijos gracias a la intervención del Hijo amado para alabar al Padre. Es la realidad más hermosa que puede pensar un creyente: Ser “hijo de Dios” en el propio Cristo. Para que seamos santos y para ser amados en el propio Hijo predilecto.

La segunda estrofa trata de nuestra redención a través de Cristo.  Así como Israel fue liberado de la esclavitud de Egipto, Cristo nos libera a nosotros, pero ya no es la sangre del cordero pascual la que purifica o libera, sino la suya.  Estábamos sometidos a la esclavitud del pecado, pero Dios derramó sobre nosotros la riqueza de la gracia  para que conociéramos la revelación de este misterio.  La espera ha acabado y ha llegado el tiempo del cumplimiento. “Él nos ha dado a conocer sus planes más secretos”.  Se nos ha revelado el plan escondido de Dios para crear una comunidad universal en Cristo.  Más adelante la carta mostrará cómo Cristo lleva adelante su obra juntando a judíos y paganos, que estaban separados por el odio.  Se evoca la historia de Israel, cuando el pueblo entró en la tierra prometida y las tribus echaron a suertes entre ellas esa tierra.  Nuestra herencia ya no es esa tierra, sino que está en los cielos porque estamos asociados a Cristo.

En la tercera estrofa aparece la obra del Espíritu Santo.  Los creyentes deben dar gracias por recibir la palabra de la verdad, el mismo Cristo que está en nosotros. Termina la bendición mencionando al Espíritu Santo, en el que está presente la promesa de Dios.  El Espíritu es el anticipo de nuestra herencia y hemos sido se-llados por él, prueba de que pertenecemos a Dios. Por tres veces aparece en el himno la fórmula: “Para alabanza de su gloria”, dándonos a entender cuál debe ser el sentido de nuestra vida: dar gloria a Dios.

Este es nuestro mensaje: “Dios me quiere, siempre me ha visto en su Hijo Jesús, en él me ama y en él y desde él debo programar mi vida”. Debo vivir con Jesús y co-mo Jesús.

P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.

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