martes, 7 de agosto de 2018

// //

DOMINGO XVIII B Reflexión

“Yo haré llover pan del cielo: que el pueblo salga a recoger la ración de cada día”

En el mundo hay hambre. Son muchos los pueblos que viven al límite de sus posibilidades, millones de personas que tienen muy poco que llevarse a la boca, incluso a veces, se bastan con alguna sobra de algún alma caritativa que les ofrece algo para comer, que, de momento, calma el hambre del necesitado, pero le abre el apetito de ansiar lo que a muchos les sobra. Mucha gente se muere de hambre, pero se muere también de indigestión ajena: Se muere por la glotonería de muchos, por el egoísmo y el despilfarro de quienes no quieren compartir. Se derrocha mucha comida, se tira. Recordemos los abusos de los que somos testi-gos con frecuencia. El mundo moderno, rico en bienes, menosprecia y malgasta.

En la primera lectura de hoy vemos cómo Dios acude en ayuda de su pueblo y remedia su hambre, dándole el “pan que baja del cielo”. Dios acompañó a los suyos durante los cuarenta años que duró su travesía por el desierto, mostrán-dose como Padre providente, aunque, en ocasiones, el pueblo desconfiara de es-ta ayuda o se quejara y no entendiera estos cuidados divinos: “¡Ojalá hubiéra-mos muerto en Egipto, cuando nos sentábamos junto a la olla de carne y comía-mos pan hasta hartarnos! Señor, nos habéis sacado a este desierto para matar de hambre a toda esta comunidad”. “No tenemos ni pan ni agua y nos dan nauseas este pan sin cuerpo”. Es la eterna lucha entre la Palabra de Dios y los criterios humanos, el hacer caso a sus enseñanzas o dejarnos guiar por los apetitos de nuestro cuerpo o del mundo en que vivimos. La experiencia debería haber vacu-nado ya al pueblo de Israel para no dejar de seguir al Señor que los acompañó en el desierto y que les hizo sentir la fidelidad de su entrega. Y lo mismo puede decirse de los creyentes cristianos. También nosotros despreciamos a veces esa alimentación y preferimos panes sin alma. La historia de la salvación debería hacernos ver ‘ese pan de vida’ como alimento eterno.

Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará nunca sed”

Acabamos de decir que hay hambre en el mundo, y nos lo recuerda la palabra de Dios cuando nos habla del pueblo de Israel que camina por el desierto, símbolo de tantos pueblos igualmente caminantes en la pobreza o la escasez. Y las que-jas que ese pueblo dirige a su Dios son también expresión de las que hoy llegan a nosotros de todas esas gentes pobres que mueren de hambre. Y si Dios ha es-cuchado a su pueblo también nosotros debemos atender, dentro de nuestras po-sibilidades, a esos hermanos que reclaman nuestra ayuda.

Pero junto a esas pobrezas de recursos humanos hay otras hambres, que son más universales e, incluso, más dolorosas. Son el hambre de justicia y de paz, es el hambre y los deseos universales de felicidad y bienestar. Trabajamos para te-ner garantizado todo lo necesario para la salud del cuerpo: alimentos, viviendas cómodas y dignas, atención médica… Pero también anhelamos, con la misma intensidad, todos aquellos bienes que colmen nuestros deseos espirituales de amor, de comprensión, de paz, de buen entendimiento con todos, acoger a todos y sentirnos acogidos y queridos; en una palabra, la felicidad completa. Todos buscamos vivir en un ambiente donde reine la confianza. Y todos tenemos, par-ticularmente los creyentes, un anhelo de vivir para siempre; deseamos la inmor-talidad.

Por ello, si el domingo pasado nos uníamos al grupo de los oyentes de Jesús que no tienen qué comer y mirábamos con admiración al Jesús generoso que, con unos panes y unos peces, satisface el hambre de más de cinco mil personas, hoy lo escuchamos en la sinagoga de Cafarnaúm, que, al día siguiente de ese prodi-gio de la multiplicación de los panes y los peces, dice a sus oyentes, “Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí nunca pasará sed”.

Estas palabras los desconciertan. El día anterior han compartido con Jesús una comida sorprendente y gratuita. Han comido hasta saciarse y, por ello, lo siguen a Cafarnaúm. Lo que buscan es que Jesús repita su gesto y los vuelva a alimen-tar gratis. No piensan en otra cosa. Pero Jesús les presenta un proyecto comple-tamente inesperado y diferente: “Esforzaos no por conseguir el alimento transito-rio, sino por el permanente, el que da la vida eterna”. Pero ¿cómo no preocu-parnos por el pan de cada día? Es lo que pedimos a Dios cuando rezamos “el pan nuestro de cada día, dánosle hoy”. Lo necesitamos y debemos trabajar para que nunca le falte a nadie. Jesús lo sabe. Sin comer no podemos subsistir. Por eso se preocupa tanto de los hambrientos y mendigos que no reciben de los ri-cos ni las migajas que caen de su mesa. Por eso maldice a los terratenientes in-sensatos que almacenan el grano sin pensar en los pobres. Por eso enseña a sus seguidores a pedir cada día al Padre pan para todos sus hijos.

Pero Jesús quiere despertar en ellos un hambre diferente. Les habla de un pan que no sacia solo el hambre de un día, sino el hambre y la sed de vida que hay en el ser humano. No lo hemos de olvidar. En nosotros hay un hambre de justi-cia para todos, un hambre de libertad, de paz, de verdad. Lo hemos dicho. Y Jesús se presenta como ese Pan que nos viene del Padre, no para hartarnos de comida sino “para dar vida al mundo”.

Este Pan, venido de Dios, “da la vida eterna”. Los alimentos que comemos cada día nos mantienen vivos durante años, pero llega un momento en que no pueden defendernos de la muerte. Es inútil que sigamos comiendo. No nos pueden dar vida más allá de la muerte. Jesús se presenta como “Pan de vida eterna”. Cada uno ha de decidir cómo quiere vivir y cómo quiere morir. Pero, quienes nos lla-mamos seguidores suyos hemos de saber que creer en Cristo es alimentar en no-sotros una fuerza imperecedera, empezar a vivir algo que no acabará en la muer-te. Sencillamente, seguir a Jesús es entrar en el misterio de tener que morir, pero sostenidos por su fuerza resucitadora.

Al escuchar sus palabras, aquellas gentes de Cafarnaúm le gritan desde lo hondo de su corazón: “Señor, danos siempre de ese pan”. Desde nuestra fe vacilan-te,  no siempre nos atrevemos a pedir algo semejante. Quizás, solo nos preocu-pa la comida de cada día. Y, a veces, solo la nuestra. Escuchemos a san Agustín que en el comienzo de sus Confesiones nos dice: “Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. Pidamos “el pan de ca-da día”, pero pidamos también el que hoy nos ofrece Jesús.
P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.

0 Reactions to this post

Add Comment

Publicar un comentario