miércoles, 15 de agosto de 2018

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Reflexión DOMINGO XIX TIEMPO ORDINARIO -B-

También en tiempos de Jesús era prioritaria la preocupación  por la super-vivencia: qué  comeré  hoy, qué  vestiré  mañana, dónde dormiré… Jesús  quiere que sus discípulos superen los afanes de la vida cotidiana y, para ello, les ofrece su pan. Un pan que viene del amor del Padre y sacia nuestra ham-bre de eternidad. Cuando vivimos en intimidad con Jesús, alimentados por ese pan, somos capaces de llegar más  allá  de nuestros límites.  La vida que vivimos en esa buena compañía es vida plena y sobrepasa el mero cumpli-miento de unos deberes religiosos para convertirse en  testimonio de seguri-dad, de paz, de alegría y de esperanza: Creemos en Dios nuestro Padre y, porque nos sentimos amados por él, en él  confiamos y eso nos llena de gozo y también de esperanza. Por eso hoy nos acercamos a Jesús y en él disfru-tamos de los cuidados de nuestro Padre Dios. Esta experiencia del amor de Dios nos empuja a ser, por nuestra parte, amables  con nuestros hermanos, a quienes amamos con el mismo amor y ternura con que nos sentimos ama-dos por Jesús y por el Padre. Con un amor total.

Levántate, come, que el camino es superior a tus fuerzas
Elías viene huyendo de la pérfida Jezabel que ha prometido a su esposo Ajab, rey de Israel, que matará al profeta. Solitario en el desierto, agotado por la fatiga física y la depresión moral, manifiesta la debilidad de su huma-nidad y se desea la muerte: “¡Basta, Señor! ¡Quítame la vida, que yo no val-go más que mis padres!”. Y dice el libro sagrado que “se echó debajo de la retama y se quedó dormido”. Quiere morir.

He querido ver en esta actitud de Elías el estado de ánimo de muchos creyen-tes. Es la actitud de quien ha sufrido un duro revés en la vida, el que ha per-dido a un ser querido, el que se ha sentido traicionado por un amigo; es la actitud de un casado que se ha visto engañado por la otra parte, o abando-nado por sus propios hijos, la de quien ha fracasado en sus negocios o ha ido sumando disgusto a disgustos. En una palabra, es el gesto o la determi-nación de muchas personas amargadas que no sienten ganas de vivir y bus-can la muerte. Desaparecer de esta vida.

Pero Dios no abandona en la prueba a su fiel amigo; por medio de un ángel le prepara un alimento misterioso: “Levántate, come”. Fortalecido sobrena-turalmente, Elías puede llegar después de cuarenta días al monte Horeb, co-razón del desierto, en el que tendrá lugar un encuentro con su Dios en la suavidad de una brisa. La brisa de la interioridad, de la soledad y de la paz. En la oración.

Los amigos se encuentran en el recogimiento, en la intimidad, en el silencio de otras voces. Es también lo que nos espera a nosotros si, obedientes al mandato del Señor, comemos del alimento que nos ofrece y caminamos du-rante cuarenta días, siempre, hasta la cumbre en la que nos espera para ofre-cernos su consuelo y su paz. Dios no nos deja solos. Su Hijo comparte nues-tros dolores y pesares y quiere llevarnos hasta su Padre. Sigamos andando, vivamos, que no estamos solos. Obedientes al consejo de Pablo en la carta a los Efesios desterremos de nosotros “toda amargura, la ira, los enfados y toda maldad”. “Seamos imitadores de Dios, como hijos queridos y vivamos en el amor como Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave olor”. Caminemos en la caridad para que, en esa caridad, sintamos la presencia del Padre que nos ama en su propio Hijo a pesar de nuestras frustraciones, de nuestros dolores y de nuestras enfermedades. El mejor ejemplo lo encontramos en Elías y en el propio Jesús, que, condenado a muerte por los suyos, se nos convierte en el pan que nos alimenta para caminar por la vida.

“Yo soy el pan vivo bajado del cielo”

El evangelista Juan repite una y otra vez expresiones e imágenes de gran fuerza para animar a las comunidades cristianas a que se acerquen a Jesús para descubrir en él una fuente de vida nueva. Un principio vital que no es comparable con nada que hayan podido conocer con anterioridad. Jesús es “pan  bajado del cielo”. No ha de ser confundido con cualquier fuente de vida. En Jesucristo podemos alimentarnos de una fuerza, una luz, una espe-ranza, un aliento vital... que vienen del misterio mismo de Dios, el Creador de la vida. Jesús es “el pan de la vida”. Por eso, precisamente, no es posible encontrarse con él de cualquier manera. Hemos de ir a lo más hondo de no-sotros mismos, abrirnos a Dios y “escuchar lo que nos dice el Padre”. Nadie puede sentir deseos de Jesús, “si no lo atrae el Padre que lo ha enviado”. Lo más rico de Jesús es su capacidad para dar vida. El que cree en Jesucristo y sabe entrar en contacto con él, conoce una vida diferente, de calidad nueva, una vida que, de alguna manera, pertenece ya al mundo de Dios. Juan se atreve a decir que “el que coma de este pan, vivirá para siempre”.

Si, en nuestras comunidades cristianas, no nos alimentamos del contacto con Jesús, seguiremos ignorando lo más esencial y decisivo del cristianismo. Por eso, nada hay más urgente que cuidar bien nuestra relación con él. Si, en la Iglesia, no nos sentimos atraídos por ese Dios encarnado en un hombre tan humano, cercano y cordial, nadie nos sacará del estado de mediocridad en que vivimos de ordinario. Nadie nos estimulará para ir más lejos que lo es-tablecido por nuestras instituciones. Si Jesús no nos alimenta con su Espíri-tu y con su experiencia de Dios, pues lo ha contemplado cara a cara, segui-remos atrapados en el pasado.  Jesús nos quiere hombres y mujeres nuevos, que creamos en él, que escuchemos directamente su palabra y que comamos su pan, que es el que da la vida eterna: “Vuestros padres comieron en el de-sierto el maná y murieron. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. Solo tendremos vida en Jesús; comamos el pan que nos ofrece.

P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.





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