lunes, 3 de septiembre de 2018

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Los mandatos del Señor son vuestra sabiduría, Reflexión Domingo XXII- B-

Después del paréntesis de los cinco domingos en los que hemos leído el capí-tulo sexto de san Juan que habla del Pan de la Vida, hoy reanudamos la lec-tura del evangelista San Marcos, que es a quien leemos en el “ciclo B”.

En el Libro del Deuteronomio Moisés, antes de concluir la peregrinación por el desierto y entrar en la Tierra Prometida, recomienda a su pueblo que re-cuerde la Alianza que selló con Yahvé al salir de Egipto y cumpla sus man-damientos. Los mandatos del Señor “son vuestra sabiduría” y todos los que os vean dirán: “esta gran nación es un pueblo sabio e inteligente”. Moisés dice a los suyos que deberían estar orgullosos de estos mandamientos que les ha dado Dios: “¿hay alguna nación que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor Dios de nosotros?”. Dios establece metas de felicidad y de libertad para su pueblo elegido, llamado a ser un pueblo independiente que gozará siempre de su presencia providente y señala caminos que conducen a esa felicidad y autonomía respecto a otros pueblos.

Santiago, por su parte, nos recomienda que acojamos la Palabra de Dios en nuestra vida, porque es la única capaz de salvarnos. Pero lo importante no es escucharla, sino llevarla a la práctica: “no os limitéis a escucharla”. A continuación da dos consignas para que acertemos con la verdadera sabidu-ría y la religión que agrada a Dios: “la religión pura e intachable es esta: visi-tar a huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con las cosas de este mundo”. El salmo catorce es un canto al justo, que no se dedica a cosas extraordinarias, sino a “proceder honradamente y a practicar la justicia”, que “tiene intenciones leales, que no calumnia; no hace mal a su prójimo, ni difama a su vecino”. Señala también otros detalles muy concre-tos: “no presta dinero a usura ni acepta soborno contra el inocente”. Esa es la verdadera sabiduría: “el que así obra nunca fallará”. Todo ello queda re-sumido en aquel mandato de Jesús cuando dice a los suyos: “En esto cono-cerán que sois mis discípulos, en que hacéis lo que os mando”. Son los cami-nos de Dios, pero son también, como acabamos de apuntar, la garantía de la verdadera felicidad. Quien nos ha creado para que seamos dichosos y disfru-temos de la vida nos señala los caminos que llevan a esa dicha, la propia y la de los demás.

Al hombre de hoy no le gusta  que se le hable de leyes o de normas que de-terminen su comportamiento. Sin embargo, las lecturas nos presentan la ley como un camino de sabiduría y de auténtica libertad. Moisés inculca a los suyos que sigan amando la ley, que para ellos son los cinco libros del Penta-teuco, con las normas que Dios les dio en la salida de Egipto y que sellaron con la Alianza del Sinaí: “escucha los mandatos y decretos que yo os mando cumplir, y así viviréis”.  Seguir la ley de Dios es orientar nuestra vida hacia él y disponerse a cumplir su voluntad, no nuestro gusto. Eso es lo que nos da-rá la verdadera felicidad y la vida. Podría pensarse que obedecer la ley nos priva de libertad o que cohíbe nuestra personalidad. No.  Seguir la ley de Dios es el camino que conduce al amor y a la libertad, y nos asegura que vamos por el camino recto. Para Moisés, la auténtica sabiduría reside preci-samente en esto: en cumplir esa ley. Pongamos por obra sus mandatos “que ellos son nuestra sabiduría y nuestra inteligencia”.

El culto que me dan está vacío.

No obstante, será Jesús quien en el evangelio de San Marcos dé el verdadero sentido y señale la dimensión correcta a lo que hemos escuchado en las pri-meras lecturas. Los cristianos de la primera y segunda generación lo recor-daban no como un hombre religioso, sino como un profeta que denunciaba con libertad los peligros y trampas de toda religión. Lo suyo no era la mera observancia religiosa, sino la búsqueda apasionada de la voluntad de Dios. Recordemos a título de ejemplo lo que les enseña a los suyos en la oración del “Padre nuestro”: “… hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”. Una idea que repetirá con frecuencia en sus mensajes.


Marcos, el evangelio más antiguo y directo, presenta a Jesús en conflicto con los sectores más piadosos de la sociedad judía. Entre sus críticas más radica-les hay que destacar dos: el escándalo de una religión vacía de Dios, y el pe-cado de sustituir su voluntad que sólo pide amor por “tradiciones humanas” al servicio de otros intereses. Jesús cita al profeta Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos”. Luego, denuncia dónde está la trampa: “Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres”. Éste es el gran pecado. Una vez que hemos establecido nuestras normas y tradiciones, las colocamos en el lugar que solo debe ocupar Dios. Las respetamos por encima incluso de su voluntad. No hay que pasar por alto la más mínima prescripción, aunque vaya contra el amor y haga daño a las personas.

En esta religión lo que importa no es Dios sino otro tipo de intereses. Se le honra con los labios, pero el corazón está lejos de él; se pronuncia un credo obligatorio, pero se cree en lo que conviene; se cumplen ritos, pero no hay obediencia a Dios sino a los hombres.

Poco a poco prescindimos de Dios y ya ni nos damos cuenta de que lo hemos olvidado.

 Empequeñecemos el evangelio para no tener que convertimos demasiado. Orientamos caprichosamente la voluntad de Dios hacia lo que nos interesa y no tenemos en cuenta su exigencia absoluta de amor. Con el tiempo, no echamos en falta a Jesús; no sabemos qué es mirar la vida con sus ojos. Éste puede ser hoy nuestro pecado: Aferrarnos a una religión de pura observancia externa y sin fuerza para transformar las vidas; seguir honrando a Dios sólo con los labios. Resistimos a la conversión y, con exce-siva frecuencia, vivimos olvidados del proyecto de Jesús: la construcción de un mundo nuevo según el corazón de Dios. “En esto conocerán que sois discípulos míos, en que os amáis unos a otros”.
P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.

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