lunes, 17 de septiembre de 2018

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¿Quién dice la gente que soy yo? Reflexión Domingo XXIV -B-

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Felipe; por el camino, preguntó a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Son muchos los cristianos que,  acostumbrados desde niños a su figura, no sospechan el eco que ha encontrado a lo largo de los siglos en el corazón de los hombres. A veces se piensa que ese Jesús del que sólo han oído hablar en la Iglesia, apenas puede interesar fuera de ella. Hace veinte siglos, Jesús lanzó una pregunta provocadora: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Pensadores, poetas y científicos de toda clase han respondido a esta pregunta de formas muy diferentes. Tengo delante una serie de testimonios, de los que he elegido a estos tres: Para Hegel, “Jesucristo ha sido el quicio de la historia”. F Mauriac confiesa: “Si no hubiera conocido a Cristo, Dios hu-biera sido para mí una palabra inútil”. Otros, como el poeta argentino ag-nóstico, J. L. Borges, lo buscan: “No lo veo y seguiré buscándolo hasta el día último de mis pasos por la tierra”. Jesús espera que lo busquemos, pero, so-bre todo, que lo imitemos, que nos parezcamos a él.  

“Tú eres el Mesías”
Es probable que si preguntáramos por Jesús a quienes se dicen cristianos nos darían una respuesta similar a la de Pedro. Todos tenemos a Jesús por el Hijo de Dios, el Mesías, el Salvador, el Redentor de la humanidad: el Dios con nosotros. Pero, ¿cómo entendemos cada uno esta hermosa realidad? Pa-ra profundizar en ella vamos a detener nuestra reflexión en las palabras del propio Jesús, las que dirige a Pedro en forma de reproche.

Dice de sí mismo que es el “Hijo del hombre” enviado por Dios para rehacer con su obediencia y entrega total el desorden creado en el mundo por el pe-cado de desobediencia de los primeros padres. Así lo vinieron anunciando los profetas del Pueblo de Israel a lo largo de los siglos. Sin embargo, cuan-do se da a conocer no todos comprenden su función ni el modo de llevarla a cabo. Tampoco entenderán el mensaje de salvación que anuncia ni el nuevo orden religioso que quiere instaurar. Por eso le harán sufrir mucho, será per-seguido y será condenado a muerte por las propias autoridades religiosas de su pueblo. En él se hace realidad lo que, entre otros, había dejado escrito Isaías en uno de sus “Cánticos del Siervo de Yahvé”:  “Yo, atento a la pala-bra de Dios, no resistí ni me eché atrás. Ofrecí la espalda a los que me apa-leaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos. El Señor me ayudaba; sabía que no quedaría defrauda-do”. Jesús ha puesto su total confianza en su Padre Dios y tiene la certeza de que, aunque sea ejecutado, el Padre lo resucitará al tercer día de ser enterra-do. Por ello, tras increpar a Pedro, les habló con toda claridad a sus discípu-los y les dijo que “el que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la per-derá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará”. Como Mesías Salvador enviado por el Padre se siente amado por él y se convierte en su imagen y en su palabra: “Quien me ve a mí ve al Padre; el que escucha mi voz oye al Padre”.

“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”
El episodio ocupa un lugar central y decisivo en el relato de Marcos. Los discípulos llevan ya un tiempo conviviendo con Jesús y deben tener concien-cia de quién es, a quién están siguiendo. Deben estar convencidos de su men-saje y de su proyecto de un mundo nuevo. Desde que se han unido a él, vi-ven interrogándose sobre su identidad. Lo que más les sorprende es la auto-ridad con que habla, la fuerza con que cura a los enfermos y el amor con que ofrece el perdón de Dios a los pecadores. ¿Quién es este hombre en el que sienten tan cercano al mismo Dios? La gente confiesa que “todo lo ha hecho bien”. Pero Jesús quiere conocer lo que piensan sus discípulos y les pregun-ta: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. 

Queridos hermanos, esta es también la gran pregunta que hoy nos hace a cada uno: ¿Quién es Jesús para nosotros? Una pregunta a la que debemos responder con sinceridad y con honestidad. Es una pregunta que siempre me ha resultado inquietante, pues espera una respuesta no meramente racional o discursiva, sino vivencial; nacida no del estudio o enseñanzas de la Iglesia, sino de la vida. Se nos está pidiendo una respuesta personal y comprometida.

Decimos que Jesús es Dios; pero, ¿lo es realmente en nuestras vidas? ¿No estaremos adorando o dando culto a “otros” dioses? Es el Señor, ¿lo es de nuestros pensamientos y preocupaciones? ¿Es él quien dirige nuestras vidas, nuestros comportamientos? ¿Es el Señor a quien obedezco, al que le rindo culto? Cuando pasamos delante del sagrario doblamos nuestras rodillas, muchas veces de un modo distraído; ¿pero le rendimos alguna vez nuestro propio ser? Confesamos que Jesús es el Cristo, el Mesías enviado por Dios para nuestra salvación. Pero ¿en quién o en qué estructuras buscamos esa salvación en todos los aspectos de nuestra vida? ¿Qué ponemos de nuestra parte para hacer realidad esa salvación en nuestros hermanos? 

Jesús dice en el evangelio que es “el camino, la verdad y la vida”. ¿Lo es realmente para mí? Dice también: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él?”. “Al que me ama mi Padre lo amará; vendremos a él y estableceremos nuestra morada en él?”. ¿Qué sangre corre por mis ve-nas, qué vida es la que anima a mi persona? ¿Comparto mi casa con Jesús y con el Padre Dios? ¿Dónde, con qué bienes procuro satisfacer mi hambre y mi sed? ¿En su mesa o en otras mesas de este mundo? 

Hoy, mañana, todos los días nos está preguntando Jesús: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Pregunta inquietante, pero nacida de los labios de quien entregó su vida crucificado por los clavos de su misericordia y de su amor a cada uno de nosotros. Demos nuestra respuesta. Pero sin olvidar los avisos que hemos escuchado en la carta de Santiago: “¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe si no tiene obras? ¿Es que esta fe lo podrá salvar? La fe sin obras es una fe muerta”.

P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.







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