domingo, 9 de septiembre de 2018

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XXIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO -B- Reflexión


El Evangelio de Marcos está lleno de simbolismos. Presenta los hechos de Jesús tal como sucedieron, pero también con un mensaje mucho más profundo dirigido a los creyentes de su tiempo y también a nosotros. Por ejemplo, este párrafo que acabamos de leer.

Es verdad que Jesús curó a este sordomudo. Lo traen a su presencia, y él, movido a compasión, como tantas veces, le toca la lengua y los oídos y queda curado. ¿Qué nos quiere decir San Marcos con esta relación?

Marcos escribe su Evangelio hacia el año 50 ó 60. Hacía unos veinte años de la muerte de Jesús. La comunidad cristiana estaba ya constituida y en marcha. Pero se notaba ya un cierto enfriamiento en algunos cristianos y su fe tendía a ser un tanto rutinaria. 

Esta rutina o enfriamiento de la fe se manifestaba, principalmente, en dos aspectos, entre otros: a que no atendían tanto a la Palabra de Dios como fuente de vida y a su falta de testimonio. Es decir, en la terminología de Marcos, eran sordos y mudos. Necesitaban acercarse o ser llevados a Jesús para ser curados.

Pero el Evangelio, todo él, es también para nosotros. Es palabra actual, palabra viva, que llega a nosotros para cuestionar nuestra fe y revitalizarla. A la luz de este evangelio debemos preguntarnos si no adolecemos del mismo mal. Es decir, si no nos hacemos los sordos al mensaje del Evangelio – y no hay peor sordo que el que no quiere oír – y, como consecuencia lógica, si damos testimonio de nuestra fe. Cada cual verá. 

El sordomudo vive incomunicado con su entorno. No percibe lo que otros dicen y no puede expresar de palabra lo que siente. Afortunadamente le queda el sentido más precioso, el de la vista. Agudiza este sentido y puede suplir en gran manera su propia deficiencia.

Dios nos habla de mil maneras. Principalmente en la Sagrada Escritura. Su Palabra se proclama en la liturgia. ¿Cómo la escuchamos? ¿Qué atención ponemos a las lecturas de la misa? ¿Nos abrimos a la Palabra para acogerla y hacerla vida en nosotros? Sería triste que resbalara en nosotros, como resbala el agua en el pavimento de la calle, y que luego se evapora. Sería muy bueno que cayera en nosotros y penetrara, como cae la lluvia en la tierra buena y produce fruto en ella. De nosotros depende. El último empujón, por llamarlo de alguna manera, en el proceso de conversión de San Agustín fue la lectura del capítulo 13 de la carta a los Romanos. 

Pero Dios nos habla también a través de los mil acontecimientos que ocurren en nosotros o en nuestro entorno. Para muchos el nacimiento de un hijo, por ejemplo, les ha llevado a volver a Dios y agradecerle el don de la vida. Para otros la enfermedad ha sido ocasión para encontrarse con el Señor y sentirse acompañados y sostenidos por él. Y nos habla también en nuestro interior cuando oramos, si oramos de verdad. Dios se hace presente en muchos momentos de la vida. Sólo nos pide que sepamos percibir su presencia y escuchar su voz. Es decir, no ser sordos en nuestra vida de fe.
Y no ser mudos. Saber dar testimonio de nuestra fe en un mundo en que se hace profesión pública de agnosticismo e indiferencia. No se trata de ir por las calles pregonando a viva voz nuestra fe. Ya sería mucho que no la ocultáramos vergonzosamente, como quizás ocurre en ocasiones. 

Se trata de proclamarla principalmente con nuestra vida. Que se note que somos creyentes en lo que somos y hacemos. Con toda naturalidad. Con valentía en ocasiones, siempre con gozo. Nos lo dice el Señor: Brille así vuestra luz ante los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre. Es decir, que, viendo nuestra vida, puedan acercarse a Dios.

El sordo del evangelio vive ajeno a todos. No parece ser consciente de su estado. No hace nada por acercarse a quien lo puede curar. Por suerte para él, unos amigos se interesan por él y lo llevan hasta Jesús. Así ha de ser la comunidad cristiana: un grupo de hermanos y hermanas que se ayudan mutuamente para vivir en torno a Jesús dejándose curar por él. No es fácil llevar a Jesús a los alejados, pero sí podemos brillar e intentar hacerlo.

Esto es lo que nos pide el evangelio de hoy. ¿Haremos oídos sordos a esta palabra? ¿Ocultaremos nuestra condición de cristianos por miedo al qué dirán, por cobardía o indiferencia religiosa? Si así fuera, no nos queda otra solución que acercarnos al Señor y pedirle que nos cure, como curó al sordomudo del evangelio.
P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.

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